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Todas las religiones tienen sus características esenciales, y el Profeta, sallallahu ‘alaihi wa sallam, dijo que Al Haia’, o el recato, es la características distintiva del Islam. Parte de esta timidez es la disposición interna para “abstenerse” (Istihia’), o refrenarse de hacer algo. De esta característica surge un tesoro de buenas cualidades que el Islam implanta en la psique de sus seguidores, incluyendo la modestia, la reserva, la humildad y la reticencia. Pero de la fuente de los rasgos positivos de la Haia’, uno en particular surge como el centro de la ética islámica: la moderación, la disposición para limitar, controlar y restringir el alma de vagar en un estado de extremismo o caer en el exceso. Esto da lugar a tal vez el más fundamental de todos los principios ecológicos humanos: la conservación, que es la misma esencia de la perspectiva islámica del mundo. La creación, con todos sus recursos naturales y culturales, debe ser preservada y manejada con el mayor cuidado y entendimiento. 





Es por esta razón que nuestros predecesores en la fe demostraron la mayor humildad y moderación en la preservación de los idiomas, las culturas y el aprender de los demás. Lo que encuentro único en la civilización islámica no es su ciencia, su tecnología o su agricultura, todo lo cual continúa sin precedentes en los registros de la historia. Tales actividades son, en todo caso, básicas para la humanidad y abundan las evidencias con respecto de los grandes logros en estos campos de las grandes civilizaciones pasadas. Tampoco es el poder militar exclusivo de toda civilización, ya que los imperios han surgido y han caído con una regularidad que nos debería hacer reflexionar. Más bien, el paradigma de conservación es el distintivo de la civilización islámica (aunque esta nuestra característica casi ha desaparecido bajo la hegemonía global de la cultura occidental).




 




Los musulmanes conservaron todo lo bueno, ya que ello formaba parte de su perspectiva: el agua, la tierra, el suelo, los ecosistemas se trataron a profundidad en el establecimiento de leyes para asegurar tanto la conservación como la justicia social que comenzó hace más de 1400 años atrás. Y no sucumbe a estadísticas manipuladas e implicaciones fabricadas del hecho de que la población mundial está más elevada que nunca. Existen historiadores, tales como Andrew Watson, que han presentado pruebas de que las ciudades de los musulmanes se equiparaban a las poblaciones de las grandes ciudades de la actualidad. Aunque en aquel entonces la población mundial pudo haber sido menor, tomemos en cuenta que sus numerosas ciudades altamente pobladas eran mantenidas únicamente por una agricultura local sostenible y abundante proveniente de su bien establecido (no empobrecido) sector rural (el cual también estaba involucrado con el comercio global). Sin embargo, hoy en día tenemos un sector agricultor global –cuyas familias están empobrecidas y cuyo monolítico modelo corporativo no es sostenible– apoyando principalmente a una fracción de la población mundial.




 




Las lenguas, las culturas, las religiones, las comunidades autónomas y las familias –los musulmanes preservan todo esto como una parte de la diversidad creativa de Al-lah, no del hombre– mientras que Occidente, en su manifestación como una civilización cristiana y luego secular ha sido responsable no solo de convertir las comunidades en todo el mundo en plantaciones industriales corporizadas, sino de eliminar completamente 3000 de nuestros 6000 idiomas mundiales en solo unos cuantos siglos. Nuestros predecesores musulmanes, por otro lado, reconocían que preservar a la gente y sus culturas era conservar el conocimiento. Por tanto, lo expusieron al dominio público para que todos se beneficien de él.




 




La historia, la conservación de la historia del hombre, fue, de hecho, convertida en una disciplina rigurosa por los musulmanes, quienes desarrollaron sistemas meticulosos de registro. Ninguna otra civilización conocida ha conservado en la escala de los musulmanes, ecológica e intelectualmente, histórica y estéticamente, y, sobre todo, espiritualmente (todo desde el Corán pasando por la forma de vida profética, los principales ritos religiosos de la humanidad, el matrimonio y las jerarquías familiares, las tecnologías dedicadas a la elevación espiritual, la vestimenta, la ablución y la higiene, todo procedente de Al-lah, el verdadero Preservador). Incluso si los musulmanes tuvieran toda la corrupción que es parte de la naturaleza humana, la abundancia y la preservación (no la escasez y el derroche) serían las premisas de su –nuestra– visión del mundo.




 




La diversidad era respetada y cultivada por los musulmanes, mientas que en la civilización actual es definida por monoculturas en todos los sentidos, desde la agricultura hasta la educación. La monocultura, la reducción utilitaria de diversos y complejos sistemas hasta sistemas hegemónicos y controlables, es un tema central en la base misma del desastre medioambiental.




 




Los ecosistemas prosperan debido a la diversidad abundante. Las lenguas y las culturas existen –y existieron– en abundancia, cuando se formaron a sí mismas de forma natural fuera de sus localidades (porque la gente es parte de los ecosistemas, incluso si es como una fuerza destructiva): es decir, las lenguas, por ejemplo, de Alaska y la Amazonía, tienen que ser muy diferentes, porque ellos se comunican en “ambientes” muy diferentes. Cada idioma representa una visión del mundo única y alimenta una cultura singular que luego cultiva un conocimiento especial en la gente, atestiguando así el infinito conocimiento y la abundante diversidad creativa de Al-lah. En otras palabras, el idioma, entre otras cosas, conecta a las personas con su tierra y contiene la sabiduría de cómo sobrevivir y prosperar como parte de ecosistema armonioso y sostenible. Por tanto, toda lengua que se extingue es un desastre medioambiental de primer orden, porque se lleva consigo cantidades insondables de conocimiento que puede ser tan antiguo como las selvas tropicales que estamos arrasando con los monocultivos de maíz y soya. 




El monocultivo es un acto de violencia contra las personas y la tierra. Arrebatar a los pueblos sus lenguas, como hicieron los colonizadores, es destruir su dignidad, su conocimiento, su cultura y sus raíces. Es precisamente así cómo los pueblos libres son esclavizados mentalmente, antes de ser esclavizadas económicamente o incluso físicamente. El monoculivo no solo desnuda un ecosistema y destruye la tierra, sino que además permite que trabajadoras/esclavos importados, o inmigrantes, trabajen la tierra, ya que esto no requiere de ningún conocimiento de parte del trabajador. El monocultivo es un paradigma de consolidación y control, y es la herramienta que define la visión secular del mundo en su búsqueda del señorío del hombre sobre el hombre.











 



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