Soy una mujer colombiana, nacida y criada como todas las demás mujeres de mi país. Debido a que mi madre murió siendo yo tan sólo una niña de dos años de edad, mi padre se vio forzado a internarme en uno de los colegios de las monjas de la orden de las carmelitas. Aunque era un colegio, era muy parecido a un convento, todo giraba en torno a la religión.
Durante 38 años practiqué mi religión con fervor, asistía asiduamente a misa, hacía novenas a los santos de mi preferencia, pertenecía a grupos de oración; podría decirse que era una fiel en todo el sentido de la palabra.
A los 16 años conocí al hombre que sería el hombre de mi vida, un comerciante árabe que les vendía a crédito a unas amigas mías. Desde el comienzo de nuestra relación nunca supe qué religión practicaba; es más, por cerca de 17 años jamás supe qué creía. Sabía que no era cristiano, pero eso no fue problema en el momento en que nació mi hijo, al cual bautizamos, y crié según mi religión.
El año 1985 trajo consigo un cambio radical en mi familia, ese fue el año en que construyeron la mezquita de Bogotá, hecho que revivió en mi esposo la práctica de su religión, el Islam. No sabía qué era, y no tenía el más mínimo interés por conocerlo. Al comienzo no me preocupé, pero cuando mi hijo siguió los pasos de su padre, eso sí me afectó. Claro, era su decisión y yo tenía que respetársela.
Seguí con la práctica de mi religión, pero las dudas comenzaron cuando mi hijo quiso enseñarme el Islam. Yo lo escuchaba por no ser grosera con él; sin embargo, mi terquedad no me dejaba ver la verdad frente a mis ojos. Mi hijo fue a realizar sus estudios universitarios a Arabia Saudita, y en cada vacación él siempre insistía en que le escuchara.
Un día, cansada de tanta insistencia por parte de mi hijo, le dije: “Está bien, quiero ser musulmana”. Lo hice únicamente para que me dejara en paz, así fue. Me dio unos libros para aprender cómo rezar y demás. Pero en realidad yo no quería creer. Cuando volvió a la universidad, saqué todos los santos que había escondido, y seguí con mi religión como siempre lo había hecho. Sin embargo las dudas aparecieron en mi mente, pero me hacía la tonta y seguía ciega y sorda, no quería ver la verdad.
Cuando mi hijo regresó en 1992, no le oculté que lo había engañado, pero su respuesta fue la que movió algo en mí, me dijo: “No me engañó a mí, sino a usted misma; cada uno debe rendirle cuentas a Dios, a mí me duele que no sea musulmana, pero es su decisión”. Esas palabras me conmovieron y quitaron la venda que yo misma había colocado en mis ojos. Pocos días después, y luego de una intensa reflexión, supe qué era lo que debía hacer, arrojar todos esos fetiches a la basura. Cuando lo hice no podía creerlo, pues sentí que me quité un peso de encima. Llevé a mi hijo a la cocina, le señalé la basura y le dije: “Ahora sí, enséñame a ser musulmana”.
Desde entonces, le doy gracia a Dios por haberme guiado y darme la oportunidad de salvarme en esta vida y la otra.