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Cerca del año 570, nació un niño que sería llamado Muhammad y que se convertiría en el Profeta de una de las religiones más grandiosas del mundo, el Islam. Él nació dentro dentro de una familia perteneciente a un clan de Quraish, la tribu gobernante de Meca, una ciudad ubicada en la región del Hiyaz al noroeste de Arabia.





La Ka’bah, un antiguo santuario ubicado en la ciudad de Meca que, debido a la decadencia de Arabia del sur, durante el siglo VI se había convertido en un importante centro de comercio relacionado con grandes potencias como los sasánidas, bizantinos y etíopes. Como resultado de esto, la ciudad fue dominada por poderosas familias comerciantes, entre quienes sobresalían los hombres de Quraish.





El padre de Muhammad, ‘Abdullah Ibn ‘Abd Al-Muttalib, murió antes de que el niño naciera; su madre, Áminah, murió cuando él tenía seis años. El huérfano fue confiado al cuidado de su abuelo, líder del clan de Hashim. Después de la muerte de su abuelo, Muhammad fue criado por su tío, Abu Talib. Como era costumbre, de pequeño Muhammad fue destinado a vivir por uno o dos años con una familia beduina. Esta tradición, continuada hasta hace poco por familias nobles de Meca, Medina, Taif y otros pueblos del Hiyaz, influyó notablemente en Muhammad. Además de soportar las dificultades de la vida del desierto, adquirió el gusto por la expresión refinada y la elocuencia, algo muy apreciado por los árabes, para quienes la oratoria era el arte que más los enorgullecía. También aprendió la paciencia y la abstinencia propia de los pastores, cuya vida solitaria que en primera instancia compartió, y luego comprendió y apreció.





Cerca del año 590, Muhammad, entonces en sus 20 años, entró al servicio de una viuda comerciante llamada Jadiyah, dedicada al comercio de caravanas hacia el norte. Algún tiempo después él se casó con ella y tuvieron dos hijos –ninguno  de los cuales sobrevivió– y cuatro hijas.





A sus 40 años, Muhammad comenzó a retirarse para meditar en una cueva en el monte Hira, en las afueras de Meca, donde ocurrió el primero de los grandes eventos del Islam. Un día, mientras estaba sentando dentro de la cueva, escuchó una voz, posteriormente identificada como la del Ángel Gabriel, que le ordenó lo siguiente:





“¡Recita! [¡Oh, Muhammad!] En el nombre de tu Señor, Quien creó todas las cosas. Creó al hombre de un cigoto”. (Corán 96:1-2)





Muhammad expresó tres veces que era incapaz de hacerlo, pero cada vez el mandato se repetía. Finalmente, Muhammad recitó las palabras que ahora se encuentran en los primeros cinco versículos del capítulo 96 del Corán, palabras que proclaman a Dios como el Creador del hombre y Fuente de todo el conocimiento.





En un principio Muhammad narró su experiencia solamente a su esposa y a su círculo más cercano. Pero cuando las revelaciones le ordenaron que proclamara la unicidad de Dios abiertamente, sus seguidores aumentaron, al comienzo entre los pobres y los esclavos, pero luego también entre los hombres más ilustres de Meca. Tanto las revelaciones que recibió en ese momento como las que recibió después, están incluidas en el Corán, las Sagradas Escrituras del Islam.





No todos aceptaron el mensaje de Dios transmitido por Muhammad. Incluso dentro de su mismo clan existieron quienes rechazaron sus enseñanzas; de la misma manera, muchos comerciantes se opusieron activamente al mensaje. Sin embargo, la oposición simplemente servía para reafirmar en Muhammad el significado de la misión y su comprensión exacta de cómo el Islam difería del paganismo. La creencia en la unicidad de Dios es de vital importancia en el Islam, de esto se desprende el resto de sus doctrinas. Los versículos del Corán enfatizan la singularidad de Dios, advierten a aquellos que niegan esto del castigo inminente, y declaran Su compasión ilimitada para aquellos que se someten a Su voluntad. Confirman el Juicio Final, cuando Dios, el Juez, pondrá en la balanza la fe y las obras de cada ser humano, recompensando a los seguidores fieles y castigando a los transgresores.  Debido a que el Corán rechazó el politeísmo y enfatizó la responsabilidad moral del hombre con imágenes elocuentes, representaba un serio desafío a la vida mundana de los mecanos.


Después de que Muhammad hubiera predicado públicamente por más de una década, la oposición alcanzó niveles tan altos que, temeroso por la seguridad de sus seguidores, envió a algunos de ellos a Etiopía. Allí, el gobernante cristiano les brindó su protección, y desde entonces ese hecho es recordado con aprecio por los musulmanes. Pero en Meca la persecución empeoró. Los seguidores de Muhammad fueron acosados, perseguidos y hasta torturados. Finalmente, setenta de los seguidores de Muhammad, siguiendo sus órdenes, partieron hacia el pueblo de Yazrib, en el norte, con la esperanza de iniciar una nueva etapa del movimiento islámico. Esta ciudad sería luego refundada bajo el nombre de Al Medina (“La ciudad”). Tiempo después, a inicios del otoño del 622, Muhammad junto a su amigo más cercano, Abu Baker as-Siddiq, se pusieron en marcha para reunirse con el resto de los emigrantes. Este acontecimiento coincidió con el complot de los líderes de Meca para asesinarlo.





En Meca, los conspiradores llegaron a la casa de Muhammad para encontrar que su primo, ‘Ali, había tomado su lugar en la cama. Enfurecidos, los mecanos pusieron precio a la cabeza de Muhammad e iniciaron la persecución. Sin embargo, Muhammad y Abu Baker se refugiaron de sus perseguidores en una cueva, donde permanecieron escondidos. Gracias a la protección de Dios, los mecanos pasaron por la cueva sin notarlos, y Muhammad y Abu Baker siguieron su viaje hacia Medina. Una vez allí, fueron recibidos con gran júbilo por una multitud de medinenses y mecanos que se habían adelantado para preparar el camino.





Esta fue la Hiyrah –palabra españolizada como Hégira–, generalmente, aunque de manera incorrecta, traducida como “huída”, a partir de la cual se inició la era musulmana. De hecho, la Hiyrah no fue una huída, sino que fue una emigración cuidadosamente planeada que marca, no sólo un cambio en la historia –el comienzo de la era islámica–, sino que además, para Muhammad y los musulmanes, el inicio de una nueva forma de vida.  De ahí en más, el principio organizativo de la sociedad dejó de ser el simple parentesco de sangre para transformarse en una hermandad más grande, la de todos los musulmanes.  Los hombres que acompañaron a Muhammad durante la Hiyrah fueron llamados Muhayirun –“Aquellos que hicieron la Hégira o los Emigrantes”–, mientras los que se convirtieron en musulmanes en Medina fueron llamados Ansar o “los auxiliadores”.





Muhammad estaba bien enterado de la situación en Medina. Antes de la Hiyrah, varios de sus habitantes arribaron a Meca para participar de la peregrinación anual; y como el Profeta utilizaba esta oportunidad para invitar a los peregrinos al Islam, el grupo proveniente de Medina escuchó su llamado y se hicieron musulmanes. Ellos lo invitaron a instalarse en Medina. Después de la Hiyrah, las excepcionales cualidades de Muhammad impresionaron de tal manera a la gente de Medina, que las tribus rivales y sus aliados se unieron temporalmente. El 15 de marzo del 624, Muhammad y sus seguidores se enfrentaron a los paganos de Meca.





La primera batalla, que tuvo lugar cerca de Bader –que ahora es un pequeño pueblo hacia el sudoeste de Medina–, tuvo varios efectos importantes. En primer lugar, las fuerzas musulmanas, superadas en un número de tres a uno, derrotaron a los mecanos. En segundo lugar, la disciplina exhibida por los musulmanes demostró a los mecanos, quizás por primera vez, las habilidades del hombre al cual habían expulsado de su ciudad. En tercer lugar, una de las tribus aliadas que se había comprometido a apoyar a los musulmanes en Bader, pero luego había demostrado indiferencia cuando la batalla comenzó, fue expulsada de Medina un mes después. Aquellos quienes afirmaron ser aliados de los musulmanes pero tácitamente se les opusieron, fueron de este modo severamente advertidos: pertenecer a la comunidad implicaba total apoyo a la causa.





Un año después los mecanos lanzaron su contraataque. Un ejército montado de tres mil hombres se enfrentó a los musulmanes en Uhud, un monte en las afueras de Medina. A pesar de su éxito inicial, los musulmanes fueron duramente atacados y el mismo Profeta fue herido. Ya que los musulmanes aún no estaban completamente derrotados, los mecanos, con un ejército de 10.000 hombres, otra vez atacaron Medina dos años después, pero con resultados muy diferentes. En “la batalla de la trinchera”, también conocida como “la batalla de los aliados”, los musulmanes obtuvieron una evidente victoria inaugurando una nueva forma de defensa. Del lado de Medina, desde donde el ataque era esperado, cavaron una fosa muy profunda para que la caballería de los mecanos no pudiera pasar sin exponerse al ataque de los arqueros que estaban estratégicamente colocados en el flanco de Medina. Finalmente, los mecanos fueron forzados a retirarse. A partir de entonces, Medina quedó completamente en manos de los musulmanes.


La Constitución de Medina –bajo la cual los clanes que aceptaron a Muhammad como Profeta de Dios formaron una alianza o confederación– data de este periodo. Eso demuestra que la conciencia política de la comunidad musulmana había alcanzado un importante nivel, y por ello sus miembros se definieron como una comunidad independiente. La Constitución también definió el rol de los no musulmanes en la comunidad. Los judíos, por ejemplo, formaban parte de la sociedad; ellos eran dhimmis, es decir, personas protegidas, siempre y cuando acataran las leyes. Esto estableció un precedente para la relación con otros pueblos vencidos durante conquistas posteriores. Cristianos y judíos, sobre el pago de un impuesto simbólico, gozaban de libertad religiosa y, aún manteniendo su condición de no musulmanes, eran miembros adjuntos del Estado Musulmán. Sin embargo, esta posición no era aplicable a los politeístas, ya que no podían ser tolerados dentro de una sociedad que adoraba al Dios Único.





Ibn Ishaq, uno de los primeros biógrafos del Profeta, afirma que fue alrededor de ese período que Muhammad envió cartas a los gobernantes de la tierra –el Rey de Persia, el Emperador de Bizancio, los Negus de Abisinia, el gobernador de Egipto, entre otros– invitándolos a abrazar el Islam. Nada puede ilustrar mejor la confianza de la pequeña comunidad, ya que su poderío militar –a pesar de la batalla de la trinchera– todavía era insignificante. Sin embargo, esa confianza no estaba fuera de lugar. Muhammad fue estableciendo, de manera tan efectiva, una serie de alianzas entre las tribus que, alrededor del año 628, él y 1.500 seguidores pudieron exigir el acceso a la Ka’bah. Esto marcó un hito en la historia de los musulmanes. Poco tiempo antes Muhammad había dejado la ciudad de su nacimiento para fundar un Estado Islámico en Medina. Ahora, con sumo derecho, sus anteriores enemigos lo trataban como a un líder. Al año siguiente, en el 629, regresó y conquistó Meca sin derramar ni una gota de sangre y bajo un espíritu de tolerancia, lo cual se estableció como un ideal para futuras conquistas. También destruyó los ídolos restantes en la Ka’bah, con el objetivo de finalizar para siempre las prácticas paganas en ese lugar.  Mientras esto transcurría, ‘Amr Ibn Al-’As, el futuro conquistador de Egipto, y Jalid Ibn Al-Walid, la futura “Espada de Dios”, aceptaron el Islam y juraron lealtad a Muhammad. La conversión de estos hombres fue especialmente notable debido a que habían estado entre los más duros adversarios de Muhammad hacía poco tiempo atrás.





De alguna manera, el regreso de Muhammad a Meca fue el clímax de su misión.  En el 632, sólo tres años después, enfermó repentinamente; y el 8 de Junio de ese año, estando a lado de ‘A’isha, su tercera esposa, el Mensajero de Dios “murió con el calor del mediodía”.





La muerte de Muhammad fue una gran pérdida. Para sus seguidores, este sencillo hombre de Meca era mucho más que un querido amigo, mucho más que un talentoso administrador, mucho más que el gran líder que había forjado un nuevo estado a partir de un grupo de tribus que estaban en guerra.  Muhammad era además un ejemplo de las enseñanzas que transmitía de Dios: las enseñanzas del Corán que por siglos han guiado el pensamiento y la acción, la fe y la conducta de innumerables hombres y mujeres, que llevaron a una nueva era en la historia de humanidad. Su muerte, sin embargo, tuvo un pequeño efecto sobre la dinámica de la sociedad que había creado en Arabia, y no afectó para nada su principal misión: transmitir el Corán al mundo.  Abu Baker dijo: “Quien adoraba a Muhammad, sepa que Muhammad ha muerto; pero quien adoraba a Dios, sepa que Dios vive y no muere”.


Con la muerte de Muhammad, la comunidad musulmana debía resolver la cuestión de la sucesión. ¿Quién sería su líder? Había cuatro personas que con toda seguridad serían candidatas para el liderazgo: Abu Baker as-Siddiq, quien además de haber acompañado a Muhammad hasta Medina diez años atrás, había sido nombrado para tomar el lugar del Profeta como líder de la oración grupal durante su última enfermedad; Umar Ibn Al-Jattab, compañero fiel y de confianza del Profeta; Uzmán Ibn ‘Affan, un hombre respetado que estuvo entre los primeros conversos; y ‘Ali Ibn Abi Talib, primo y yerno de Muhammad. Todos ellos poseían el mismo nivel de excelentes virtudes y capacidad para gobernar los asuntos de la Nación Islámica. En una reunión llevada a cabo para decidir quién sería el nuevo líder, Umar, realizando la tradicional señal de reconocimiento de un nuevo líder, tomó la mano de Abu Baker y le juró lealtad. Para el anochecer todos estuvieron de acuerdo y Abu Baker fue nombrado el Califa (sucesor) de Muhammad. La palabra Califa indica el rol de gobernar de acuerdo al Corán y la práctica del Profeta.





El califato de Abu Baker fue breve pero importante. Líder ejemplar, vivía de manera sencilla, cumplía con sus obligaciones religiosas asiduamente, era accesible y amable con su gente. También demostró firmeza cuando algunas tribus, que habían aceptado el Islam sólo de palabra, renunciaron a él en cuanto falleció el Profeta. Un logro muy importante fue que Abu Baker los disciplinó rápidamente. Mas tarde, consolidó el apoyo de las tribus dentro de la Península Arábiga y posteriormente fusionó sus energías contra los poderosos imperios de Oriente: los sasánidas en Persia y los bizantinos en Siria, Palestina y Egipto.  En pocas palabras, él demostró la viabilidad del Estado Musulmán.





El segundo Califa, Umar, designado por Abu Baker, continuó demostrando dicha viabilidad. Bajo el título de Amir Al-Muminin (Líder de los creyentes), Umar extendió el dominio del Islam sobre Siria, Egipto, Irak y Persia en lo que, desde un punto de vista puramente militar, fueron victorias asombrosas. Cuatro años después de la muerte del Profeta, el Estado Musulmán había extendido su influencia sobre toda Siria y había minado el poder de los bizantinos –cuyo gobernante, Heraclio, poco tiempo atrás había rechazado el llamado a aceptar el Islam– en una famosa batalla librada durante una tormenta de arena cerca del Río Yarmuk.





Más asombroso aún, el Estado Musulmán administró los territorios conquistados con una tolerancia casi sin precedentes en ese tiempo. En Damasco, por ejemplo, el jefe musulmán, Jalid Ibn Al-Walid, firmó un tratado que decía lo siguiente:





“Jalid Ibn Al-Walid le proporcionará a los habitantes de Damasco lo siguiente: promete brindarles seguridad para sus vidas, propiedades e iglesias. El muro de vuestra ciudad no será demolido y ninguno de los musulmanes ocupará vuestras casas. Con ello les daremos el pacto de Dios y la protección de Su Profeta, los califas y los creyentes. Mientras paguen el impuesto correspondiente, nada excepto el bien les sucederá”.





Esta tolerancia era característica del Islam. Un año después de Yarmuk, Umar, en el campamento militar de al-Yabiah, sobre los Altos del Golán, recibió la noticia de que los bizantinos estaban listos para entregar Jerusalén. Por consiguiente, se trasladó hasta allí para aceptar la rendición en persona. De acuerdo a una descripción, entró a la ciudad solo y vistiendo una túnica sencilla, dejando pasmado a un pueblo acostumbrado a la vestimenta suntuosa y las ceremonias de las cortes bizantinas y persas. Los sorprendió más aún cuando les quitó sus miedos al negociar un generoso tratado en el cual les decía: “En el nombre de Dios... sus iglesias serán absolutamente aseguradas, no serán ocupadas por musulmanes ni destruidas”.





Esta política demostró ser exitosa en todas partes. En Siria, por ejemplo, muchos cristianos que habían estado involucrados en serias disputas teológicas con las autoridades bizantinas –y fueron perseguidos por ello– le dieron la bienvenida al Islam como una forma de finalizar la tiranía. Y en Egipto, tierra que ‘Amr Ibn Al-As, tomó de los Bizantinos luego de una audaz marcha a través de la Península del Sinaí, los cristianos coptos no sólo dieron la bienvenida a los árabes, sino que además los ayudaron con entusiasmo.





Este modelo se repitió a través de todo el Imperio Bizantino. El conflicto entre los griegos ortodoxos, sirios monofisitistas, coptos y cristianos nestorianos contribuyó al fracaso de los bizantinos –siempre considerados como intrusos– para desarrollar el apoyo popular; mientras que la tolerancia que los musulmanes mostraron hacia cristianos y judíos, quitó la principal causa de oposición.





Umar también tomó esta actitud respecto a los asuntos administrativos.  Aunque asignó gobernadores musulmanes para las nuevas provincias, los gobiernos bizantinos y persas existentes fueron conservados donde fue posible.  De hecho, durante 50 años el idioma griego permaneció como la lengua utilizada por la corte de justicia de Siria, Egipto y Palestina; mientras que el pahlavi, la lengua de las cortes de justicia de los sasánidas, continuó siendo utilizado en Mesopotamia y Persia.





Umar, quien se desempeñó como califa durante diez años, terminó su mandato con una importante victoria sobre el Imperio Persa. La disputa con el Reino Sasánida había comenzado en el año 636 en Al-Qadisiah, cerca de Ctesifonte en Irak, donde la caballería musulmana se había enfrentado con éxito a los elefantes utilizados por los persas como una especie de tanques primitivos. Ahora, con la batalla de Nihavand, llamada “la conquista de conquistas”, Umar selló el destino de Persia; que a partir de entonces se convirtió en una de las provincias más importantes del Imperio Musulmán.





Su califato marcó un punto importante en los inicios de la historia islámica.  Fue famoso por su justicia, ideales sociales, administración y arte de gobernar. Sus emprendimientos fueron notables en cuanto al apoyo del bienestar social, los impuestos y la estructura financiera y administrativa del creciente imperio.


Elección de Uzmán


Umar ibn Al-Jattab, el segundo Califa del Islam, fue apuñalado mientras lideraba la oración del Fayr por un esclavo persa llamado Abu Lu’lu’ah, un zoroastra. Mientras Umar yacía en su lecho de muerte, la gente a su alrededor le pidió que nombrara un sucesor. Umar nombró un comité de seis personas para que escogieran el sucesor entre ellos mismos.





Este comité estaba conformado por Ali ibn Abi Talib, Uzmán ibn Affan, Abdur-Rahman ibn Awf, Sad ibn Abi Waqqas, Az-Zubayr ibn Al-Awam y Talhah ibn Ubayd Allah, quienes estaban entre los más eminentes compañeros del Profeta, que la paz y las bendiciones de Dios sean con él, y quienes habían recibido en su tiempo de vida las nuevas del Paraíso.





Las instrucciones de Umar fueron que el Comité de elección debería escoger al sucesor dentro de tres días, y que él debería asumir su puesto en el cuarto día.  Como pasaron dos días sin ninguna decisión, los miembros se sintieron ansiosos ya que el tiempo se estaba acabando rápidamente y aún no aparecía a la vista la solución del problema. Abdur-Rahman ibn Awf ofreció olvidar su propia reivindicación si otros acordaban sumarse a su decisión. Todos aceptaron permitir que Abdur-Rahman escogiera al nuevo Califa. Él entrevistó a cada nominado y fue por Medina preguntando a la gente sobre su elección.  Finalmente, seleccionó a Uzmán como el nuevo Califa, dado que la mayoría de la gente lo escogió a él.





Su Vida como Califa


Uzmán llevó una vida simple incluso luego de convertirse en el líder del Estado Islámico.  Hubiera sido fácil para un exitoso hombre de negocios, tal como él, llevar una vida lujosa, pero él nunca apuntó a llevar tal forma de vida en este mundo.  Su único propósito fue alcanzar el placer del más allá, pues él conocía que este mundo es una prueba y es temporal. La generosidad de Uzmán continuó luego de que se convirtió en Califa.





Los Califas eran pagados por sus servicios del tesoro público, pero Uzmán nunca tomó ningún salario por sus servicios al Islam. No solo eso, sino que también desarrolló la costumbre de liberar esclavos cada viernes, se preocupó por las viudas y huérfanos, y dio caridad casi sin límites. Su paciencia y resistencia estaban entre las características que lo hicieron un líder exitoso.





Uzmán logró mucho durante su gobierno. Le dio impulso a la pacificación de   Persia, continuó defendiendo al Estado Musulmán contra los bizantinos, y lo que hoy se conoce como Libia y gran parte de Armenia pasaron a ser territorios musulmanes. Uzmán también, a través de su primo Mu'awiyah ibn Abi Sufyan, el gobernador de Siria, estableció una armada musulmana que peleó una serie de luchas importantes con los bizantinos.





De mucha mayor importancia para el Islam, sin embargo, fue la compilación que hizo Uzmán del texto del Corán como fue revelado al Profeta. Dándose cuenta de que el mensaje original de Dios podía ser inadvertidamente distorsionado por variantes en la forma de recitar, el nombró un comité para recopilar todos los versículos del Corán en dialecto árabe de Quraish (el más difundido) y eliminar los pergaminos escritos en los otros dialectos”.  El resultado fue el texto que es aceptado hoy en día a través del mundo musulmán.





La oposición y el Final


Durante su califato, Uzmán enfrentó mucha hostilidad de nuevos musulmanes nominales en nuevas tierras islámicas, que empezaron a acusarlo de no seguir el ejemplo del Profeta y de los califas precedentes en materias concernientes a la forma de gobernar.  Sin embargo, los Compañeros del Profeta siempre lo defendieron. Estas acusaciones nunca lo cambiaron. Él permaneció paciente para ser un gobernante misericordioso. Incluso durante el tiempo cuando sus enemigos lo atacaron, el no usó los fondos del tesoro para proteger su casa o a él mismo. Como fue previsto por el Profeta Muhammad, los enemigos de Uzmán se opusieron a él implacablemente, haciéndole muy difícil gobernar. Sus oponentes finalmente conspiraron contra él, rodeando su casa, y alentaron a la gente a matarlo.





Muchos de sus asesores le pidieron detener el asalto pero él no lo hizo, hasta que fue asesinado mientras recitaba el Corán exactamente como el Profeta había predicho. Uzmán murió como un mártir.





Anas ibn Malik narró lo siguiente:





“El Profeta una vez subió a la montaña Uhud con Abu Bakr, Umar y Uzmán.  La montaña tembló con ellos.  El Profeta le dijo (a la montaña): ‘¡Mantente firme, Oh Uhud! Pues sobre ti hay un Profeta, un temprano y verdadero seguidor mío y dos mártires’”. (Sahih al-Bujari)



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