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Nací en Suiza, de padres británicos, un hijo de la guerra. Mientras nacía, el tratado final de paz para poner fin a la Primera Guerra Mundial, el tratado con Turquía, estaba siendo firmado cerca de Lausana. La mayor tempestad que había cambiado la faz del mundo se había agotado temporalmente, pero sus efectos se manifestaban por todas partes. Las viejas certezas y la moralidad basada en ellas habían recibido un golpe mortal. Pero mi entorno familiar estaba manchado con la sangre del conflicto. Mi padre ya tenía 67 años cuando nací, y había nacido durante la guerra contra Napoleón Bonaparte. Ambos habían sido soldados…





Aun así, al menos había tenido una patria. Yo no tenía ninguna. Aunque nací en Suiza, no era suizo. Mi madre se había criado en Francia y amaba a los franceses por encima de todo, pero yo no era francés. ¿Acaso era inglés? Nunca me sentí como tal. Mi madre nunca se cansó de recordarme que los ingleses eran fríos, estúpidos y asexuados sin intelecto ni cultura. No quería ser como ellos. Entonces, ¿a dónde pertenecía, si acaso pertenecía a algún lugar? En retrospectiva, me parece que esta infancia extraña fue una buena preparación para que aceptara el Islam. Sin importar dónde nacieron o cuál es su raza, el hogar de los musulmanes es Dar-ul-Islam, la Casa del Islam. Su pasaporte, aquí y en el Más Allá, es la simple confesión de fe, La ilaha il-Al-lah. Él musulmán no espera —o no debe esperar— seguridad o estabilidad en este mundo y debe tener siempre en mente el hecho de que la muerte se lo llevará mañana. Él no tiene raíces firmes aquí en este mundo frágil. Sus raíces están arriba, en lo único que perdura.





Pero, ¿qué pasa con el cristianismo? Si mi padre tuvo alguna convicción religiosa, nunca me la expresó, aunque en su lecho de muerte —a la edad de 90 años— preguntó: “¿Hay un lugar feliz?” Mi educación quedó por completo a cargo de mi madre. Por su temperamento, creo que ella no era una mujer sin religión, pero creció dentro de un margo religioso y era hostil a lo que comúnmente llamamos religión organizada. Ella estaba segura de una cosa: su hijo debía tener la libertad de pensar por sí mismo y nunca debía verse obligado a aceptar opiniones de segunda mano. Estaba decidida a protegerme de tener religión “hacinada en mi garganta.” Ella le advirtió a una sucesión de niñeras que iban y venían en casa y nos acompañaban a Francia durante vacaciones, que si alguna vez me mencionaban la religión, serían despedidas. Cuando tuve cinco o seis años, sin embargo, sus órdenes fueron burladas por una joven cuya ambición era convertirse en misionera en Arabia, para salvar las almas de aquel pueblo ignorante que estaba —según me dijo ella— perdido en un credo pagado llamado “muslemismo.” Fue la primera vez que escuché sobre Arabia, y ella me dibujó un mapa de esa tierra misteriosa.





Un día, ella me llevó a pasear pasando por la prisión de Wandsworth (vivíamos en Wandsworth Common en esa época).  Debo de  haberme portado mal de alguna forma, pues ella me agarró bruscamente por el brazo, señalando las puertas de la prisión, y dijo: “Hay un hombre pelirrojo en el cielo que te meterá allí si eres malo.” Esa fue la primera vez que escuché sobre “Dios” y no me gustó lo que escuché. Por alguna razón, yo le tenía miedo a los pelirrojos (cosa que ella debía saber), y este en particular que vivía sobre las nubes y se dedicaba a castigar a los chicos traviesos sonaba muy aterrador. Le pregunté a mi madre sobre él tan pronto como llegué a casa. No recuerdo lo que me dijo para consolarme, pero la muchacha fue despedida de inmediato.





Eventualmente, mucho más tarde que la mayoría de los niños, fue enviado a la escuela o más bien a una serie de escuelas en Inglaterra y en Suiza antes que llegáramos, a mis 14 años, a Charterhouse.  De seguro, con los servicios religiosos en la capilla de la escuela y las clases sobre las “Escrituras,” el cristianismo debería haber hecho algún impacto en mí. Pero no me impactó en lo absoluto, ni tampoco a mis amigos del colegio. Esto no me parece sorprendente. La religión no puede sobrevivir, entera y eficaz, cuando está confinada a un solo compartimiento de la vida y la educación. La religión es todo o es nada; o bien eclipsa todos los estudios profanos o es eclipsada por ellos. Una o dos veces a la semana se nos enseñaba acerca de la Biblia tal y como se nos instruía en otros temas en las demás clases. Se asumía la religión de forma que no tenía nada que ver con los estudios más importantes que conformaban la columna vertebral de nuestra educación. Dios no interfería en los eventos históricos, Él no determinaba los fenómenos que estudiábamos en la clase de ciencias, no jugaba parte en los acontecimientos actuales, y el mundo estaba gobernado completamente por el azar, de modo que las fuerzas materiales han de entenderse sin referencia a nada que pueda —o no— existir más allá de sus horizontes. Dios era el excedente de los requerimientos…





Y sin embargo yo necesitaba saber en significado de mi propia existencia. Sólo aquellos que en algún momento de sus vidas, han sido poseídos por esa necesidad, pueden entender su intensidad, comparable con el hambre física o el deseo sexual. No veía cómo podía poner un pie frente al otro a menos que entendiera a dónde me dirigía y por qué. No podía hacer nada a menos que entendiera qué papel jugaban mis actos en el esquema de las cosas. Todo lo que sabía era que no sabía nada —es decir, nada que tuviera la menor importancia— y estaba paralizado por mi ignorancia, como inmovilizado en una niebla densa





¿Dónde debía buscar el conocimiento? Para la época tenía 15 años de edad, y había descubierto que había algo llamado “filosofía.” Yo buscaba sabiduría, de modo que la satisfacción de mi necesidad debía reposar oculta en estos libros pesados escritos por estos hombres sabios. Con un sentimiento de excitación intensa, como un explorador avistando la tierra por descubrir, me abrí paso entre Descartes, Kant, Hume, Spinoza, Schopenhauer y Bertrand Russell, o bien leí obras que explicaban sus enseñanzas. No pasó mucho antes que me diera cuenta que algo estaba mal. Era como haber buscado alimento y haber terminado comiendo arena. Estos hombres no sabían nada. Sólo estaban especulando, haciendo revolotear ideas fuera de sus pobres cabezas, y cualquiera puede especular (incluso un niño de escuela). ¿Cómo podía un muchacho de 15 o 16 años de edad tener la desfachatez de desechar toda la filosofía secular occidental como algo sin valor? Uno no tiene que haber madurado para distinguir entre lo que el Corán llama dhann (‘opinión’) y el conocimiento verdadero.  Al mismo tiempo, la insistencia constante de mi madre de que no tuviera en cuenta lo que otros pensaban o decían, me obligó a tener mi propio criterio. La cultura occidental trata a estos “filósofos” como grandes hombres, y los estudiantes en las universidades estudian sus obras con respecto. Pero, ¿qué era eso para mí?





Algún tiempo después, cuando estaba en sexto grado, un maestro que se interesó de forma particular en mí, hizo un comentario extraño que no entendí: “Tú eres,” dijo, “el único verdadero escéptico universal que he conocido.” Él no se refería específicamente a la religión. Lo que quería decir es que yo parecía dudar de todo lo que los demás daban por sentado. Yo quería saber por qué debería asumirse que nuestros poderes racionales, tan bien adaptados para encontrar comida, refugio y pareja, tenían una aplicación más allá del reino mundano. Estaba perplejo por la noción de que el mandamiento “no matarás” supuestamente era obligatorio para aquellos que no eran cristianos ni judíos, y no estaba menos que desconcertado respecto a por qué en un mundo lleno de mujeres hermosas, debía pensarse que la norma de la monogamia tenía aplicación universal. Incluso dudaba de mi propia existencia. Mucho tiempo después me encontré con la historia del sabio chino Chuang Tzu, que escribía en el 300 a.C: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar, ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.” Yo entendía este dilema.





Sin embargo, cuando mi profesor hizo este comentario, yo había descubierto ya la clave hacia lo que podía ser un conocimiento más real. Por casualidad —aunque no existe tal cosa como la ‘casualidad’— me había tomado con un libro llamado “El Océano Primordial” de cierto profesor Perri, un egiptólogo. El profesor tenía la idea fija de que los egipcios antiguos habían viajado por parte del mundo en sus botes de papiro difundiendo su religión y mitología a lo largo y ancho. Para probarlo, había dedicado muchos años investigando mitologías antiguas, y también los mitos y símbolos de los pueblos “primitivos” en nuestra propia época. Lo que él descubrió fue una unanimidad asombrosa de creencia, por muy diferentes que fueran las imágenes en las cuales tal creencia era expresada. Él no probó su teoría acerca de los botes de papiro, pero pienso que probó algo muy diferente. Parecía que, detrás del tapiz de formas e imágenes, había ciertas verdades universales respecto a la naturaleza de la realidad, la creación del mundo y de la humanidad, y del significado de la experiencia humana; verdades que eran una parte nuestra tan importante como nuestra sangre y nuestros huesos.





Una de las causas principales de la incredulidad en el mundo moderno es la pluralidad de religiones que parecen contradictorias entre sí. En tanto que los europeos estaban convencidos de su superioridad racial, no tenían razón para dudar que el cristianismo fuera la única fe verdadera. La noción de que ellos eran la corona del “proceso evolutivo” les facilitaba asumir que todas las demás religiones no eran más que intentos ingenuos de responder a preguntas perennes. Fue cuando esta confianza racial declinó que las dudas emergieron. ¿Cómo fue posible para un Dios bueno permitir que la mayoría de los seres humanos vivieran y murieran al servicio de religiones falsas? ¿Cómo es posible que los cristianos crean que sólo ellos se salvarán? Otros declaran lo mismo —los musulmanes, por ejemplo—, de modo que ¿cómo puede uno estar seguro de qué es lo correcto y qué no? Para mucha gente, incluyéndome hasta que encontré el libro de Perry, la conclusión obvia era que, ya que nadie puede estar en lo correcto, todos debemos estar equivocados. La religión era una ilusión, el producto de un pensamiento ficticio. Otros podrían haber encontrado posible sustituir la “verdad científica” con “mitos” religiosos. Yo no, ya que la ciencia estaba basada sobre supuestos acerca de la infalibilidad de la razón y la realidad de la experiencia sensible, cosas que nunca han podido ser probadas.





Cuando leí el libro de Perry no sabía nada sobre el Corán. Eso vino mucho después, y lo poco que había escuchado sobre el Islam estaba distorsionado por prejuicios acumulados durante mil años de confrontación. Aun así, yo había dado sin saberlo, un paso en la dirección del gran rival del cristianismo. El Corán nos asegura que no hay gente sobre la tierra que se haya quedado sin guía divina y una doctrina verdadera, transmitida a través de un mensajero de Dios, quien siempre habla a la gente en su propio “idioma,” y por lo tanto en términos de sus circunstancias particulares y de acuerdo a sus necesidades. El hecho de que tales mensajes han sido distorsionados con el paso del tiempo es algo evidente, y nadie debería sorprenderse si la verdad se distorsiona al pasar de generación en generación, pero sería sorprendente si no hubieran vestigios de ella que se mantuvieran después del paso de los siglos. Ahora me parece que está totalmente de acuerdo con el Islam la creencia de que dichos vestigios, vestidos de mitos y símbolos (el “lenguaje” de los pueblos antiguos), son descendientes directos de la Verdad revelada y confirman el Mensaje final.





De Charterhouse me fui a Cambridge, donde dejé mis estudios oficiales, que me parecían triviales y aburridos, a favor del único estudio que importaba. El año era 1939.  La guerra había estallado justo antes que fuera a la universidad, y en el lapso de dos años, estaría en el ejército. Parecía que, después de todo, los alemanes tendrían éxito en matarme, como siempre pensé que harían. Tenía poco tiempo para responder las preguntas que aún me obsesionaban, pero esto no me llevó a ninguna religión organizada. Como todos mis amigos, desdeñaba las iglesias y a todos los que le rezaban a un Dios que no conocían, pero pronto me vi obligado a moderar esta hostilidad. Recuerdo claramente la escena después de más de medio siglo. Me quedé con unos amigos tomando café después de la cena en el Salón del Colegio Real. La conversación giró en torno a la religión. A la cabeza de la mesa había un estudiante que era admirado por todos por su brillantez, su ingenio y su sofisticación. Esperando impresionarlo y aprovechando un breve silencio, dije: “¡Ninguna persona inteligente hoy día cree en el Dios de la religión!” Él me miró con tristeza antes de contestar: “Por el contrario, actualmente las personas inteligentes son las únicas que creen en Dios,” de buena gana me habría perdido de vista debajo de la mesa.





Tuve, sin embargo, un amigo sabio, un hombre cuarenta años mayor que yo, a quien encontré totalmente convincente. Era el escritor L. H. Myers, descrito en aquel entonces como “el único novelista filosófico que Inglaterra ha producido.” Su obra principal, “La Raíz y la Flor,” no sólo responde muchas de estas preguntas que me atormentaban, sino que transmite una maravillosa sensación de serenidad unida con compasión. Me parecía que la serenidad era el mayor tesoro que uno podía poseer en esta vida y que la compasión era la mayor de las virtudes. Aquí, sin duda, había un hombre al que ninguna tempestad sacudía y que observaba el alboroto de la existencia humana con ojos de sabiduría. Le escribí y me respondió con prontitud. Durante los siguientes tres años, intercambiamos correspondencia al menos dos veces al mes. Le abrí mi corazón, mientras que él, convencido de haber encontrado en este joven admirador suyo a alguien que al fin lo entendía en verdad, respondió de la misma forma. Finalmente nos encontramos y esto consolidó nuestra amistad.





Sin embargo, no todo era como parecía. Comencé a detectar en sus cartas una nota de tormento interior, tristeza y desilusión. Cuando le pregunté si él ponía toda su serenidad en sus libros sin dejar nada para él, respondió: “Creo que tu comentario es astuto y probablemente cierto.” Había dedicado su vida entera a la búsqueda del placer y de las “experiencias” (tanto sublimes como sórdidas, según dijo). Pocas mujeres, de la alta y la baja sociedad, habían sido capases de resistirse a su sorprendente combinación de riqueza, encanto y buen aspecto. Él, por su parte, no tenía razón para resistirse a sus seducciones. Fascinado por la espiritualidad y el misticismo, no había adherido a religión alguna y no obedecía ninguna ley moral convencional. Ahora sentía que estaba envejeciendo y no podía enfrentarse a esa perspectiva. Había tratado de cambiar e incluso de arrepentirse de su pasado, pero era demasiado tarde. Poco más de tres años después de que comenzara nuestra correspondencia, se suicidó.





Mi afecto por él permaneció y, en su momento, le puse a mi hijo mayor su nombre, pero la muerte de Leo Myers me enseñó más de lo que podía aprender de sus libros, si bien me tomó algunos años entender todo su significado. Su sabiduría había estado sólo en su cabeza. Nunca había penetrado su sustancia humana. Un hombre puede dedicar toda su vida a leer libros espirituales y estudiar los escritos de los grandes místicos, pero a menos que incorpore este conocimiento a su propia naturaleza para que la transforme, será estéril. Empecé a sospechar que un simple hombre de fe, orando a Dios con poco entendimiento pero con un corazón pleno, puede que valga más que el estudiante más erudito de las ciencias espirituales.





Myers había sido influenciado profundamente por el estudio del vedanta hindú, la doctrina metafísica central del hinduismo. El interés de mi madre por el raja-yoga ya me había señalado esa dirección. El vedanta se convirtió en mi principal interés y finalmente, en el camino que me llevó al Islam. Esto puede parecer chocante a muchos musulmanes y asombroso para cualquiera que sea consciente de que el fundamento del Islam es una condena inflexible de la idolatría, y sin embargo mi caso no es único. Cualesquiera que sean las creencias de las masas hindúes, la vedanta es una doctrina de unidad pura, de la Realidad única, y por lo tanto de lo que en el Islam se llama Tawhid. Los musulmanes más que cualquier otro, entendemos sin dificultad  que hay una doctrina de Unidad subyacente en todas las religiones que han alimentado a la humanidad desde el principio, ya sea que las ilusiones idólatras puedan haberse superpuesto a “la joya en el loto”, tal como en lo individual, la idolatría personal se superpone al núcleo del corazón. ¿Cómo podría ser de otro modo, ya que el Tawhid es Verdad y, en palabras de un gran místico cristiano, “la verdad es innata al hombre”?





Muy pronto terminó mi tiempo en Cambridge y fui enviado al Colegio Militar Real de Sandhurst, del que salí después de cinco meses como un joven oficial supuestamente dispuesto a matar o morir. Para aprender más acerca de las artes de la guerra, fui enviado a lo que se denomina “incorporación” a un regimiento en el norte de Escocia. Allí quedé por cuenta propia y ocupé mi tiempo leyendo o caminando por los acantilados de granito sobre el furioso mar del norte. Era un lugar tormentoso, pero sentía una paz que jamás había sentido antes. Mientras más leía sobre vedanta y sobre la antigua doctrina china del taoísmo, más me convencía de que al fin tenía cierta comprensión de la naturaleza de las cosas y que había visto, al menos en mi pensamiento y en mi imaginación, la Realidad última junto a la cual, todo lo demás era apenas poco más que un sueño. Hasta ese momento no estaba preparado para llamar “Dios” a esta Realidad, mucho menos Al-lah.





 



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