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Cuando estaba el segundo grado, tenía una fantasía secreta que nunca la compartí con nadie. Imaginaba que cuando llegara a los 20 me convertiría al cristianismo y… ¡usaría pantalones cortos!





No era que quería ser cristiana, sino que por alguna razón, en mi mente, vestir modestamente era sinónimo de ser musulmana, y si quería usar pantalones cortos, tendría que convertirme al cristianismo.





Usar pantalones cortos era simbólico. Esta era para mí la vestimenta de los no musulmanes de la cultura americana. Pero había otro elemento en mis ensoñaciones: desechar el horrible nombre “Zainab” –mal pronunciado como Zai-nob por mis profesores y compañeros– y convertirme en alguien diferente –una típica chica americana con un nombre normal–.





De hecho, un día en mi búsqueda, les dije a mis amigos de la escuela que mi verdadero nombre era “Tiffany”, y que solo en casa me llamaban Zainab. No me fue muy bien, nadie creyó mi historia y mis planes de convertirme en alguien más aceptada fallaron miserablemente.





Cuando recuerdo esos tiempos, me río de mí misma por haber sido tan ridícula. Pero no he olvidado aquel sentimiento de ser una extraña en el mismo lugar donde nací y fui criada. Pocos de nosotros hemos escapado ilesos a la dureza de crecer siendo completamente diferentes, en nuestras creencias, a quienes nos rodean. Pero este recuerdo particular de mi infancia me sirve como un recordatorio de que definitivamente existe una difícil decisión que tenemos que tomar los jóvenes, la primera generación de musulmanes, al llegar a la mayoría de edad en una sociedad no musulmana. Se trata de nuestro compromiso con nuestra religión, independientemente de cómo somos vistos o lo poco o mucho que estemos incluidos en nuestra sociedad.





Los resultados son duros para la mayoría de nosotros. Nuestro “yo” espiritual emerge de la agitación interna y la lucha social por él, ya sea fuerte o débil. Aquí no hay medias tintas.





Para las chicas y las mujeres musulmanas, el Hiyab juega un papel crucial en todo esto, y es esto lo que finalmente nos separa de la mayoría de nuestras contrapartes masculinas. Cubrirse la cabeza (y el resto de nuestro cuerpo) funciona como un gran medidor del temple, la alquimia mágica de la formación de nuestro carácter. Este precipita y cataliza la madurez espiritual y solidifica nuestra identidad Islámica. Básicamente, el Hiyab es un prueba de compromiso, y un signo de la aceptación interna y declaración pública de nuestro Islam a costas de la aceptación total de la América no musulmana. 





Cuando una chica usa Hiyab, hace una gran, clara y fuerte pronunciación de su diferencia, y esto se extiende a cada aspecto de su vida púbica y, por consecuencia, también a su vida privada. Permítanme ilustrar esto con mi propia historia. Pasé los años de mi preadolescencia en una escuela islámica. Estar rodeada de musulmanes y el aprendizaje islámico hizo más fácil mi uso del Hiyab y lo alentó más ardientemente. Pero cuando entré a la secundaria de mi escuela local pública, el impacto fue enorme. Salir del acogedor entorno de orgullo islámico para entrar en un lugar donde era vista y tratada como infrahumana debido a mi Hiyab fue un golpe en lo más profundo de mi ser. 





Todas esas fantasías de la infancia que habían sido olvidadas por largo tiempo y alteradas completamente, de ser la Tiffany de pantalones cortos y pelo suelto que va a los conciertos, regresaron, pero esta vez ya no me atraía para nada la idea de cambiar de religión. 





Y no digo esto solo porque es algo piadoso. Mis convicciones religiosas me sorprendieron. Me cuestioné a mí misma vigorosamente. ¿Podría creer que Jesús era el hijo de Dios? ¿Realmente podría dejar de creer en el Profeta Muhammad, sallallahu ‘alaihi wa sallam? ¿Realmente dudaba de que el Corán fuera la palabra de Dios?





Las respuestas a estas preguntas estallaron en una fracción de segundo. Ni siquiera podía tomar en serio las creencias del cristianismo, mucho menos considerarlas como el credo para mi vida. Pero ese deseo de quitarme mi Hiyab y que el mundo –mi mundo– me amara, me mirara, me encontrara atractiva, ¡“normal”!, no era algo a lo que podía renunciar tan fácilmente.





Sabía la barrera entre yo y mi integración era el Islam, y si iba a ser musulmana no solo tendría que aceptar mi diferencia, tenía que apreciarla.





También creía fervientemente en el Hiyab. Quitármelo NO era una opción. Crecí queriendo vestir el Hiyab en la escuela Islámica, aún sabiendo el impacto que él tendría en mi vida fuera de la escuelaSimplemente, estuve muchos años aprendiendo sobre el Profeta Muhammad, sallallahu ‘alaihi wa sallam, memorizando el Corán y siendo musulmana como para dejarlo todo y unirme a un grupo de personas que parecen no estar interesadas en su propia religión, mucho menos en la mía.





Lo importa lo difícil que fuera, no importa cuántos sueños tenía de ser popular, sabía que el mandato del Hiyab era verdadero, y mi profundo e inalterado deseo era continuar vistiéndome modestamente.





Esta experiencia se parece a una conversión religiosa: te enfrentas a decidir si el Islam está realmente en tu corazón o es una práctica cultural reservada para la casa y los días festivos. La desaprobación tácita y abierta que las mujeres enfrentan en las sociedades occidentales al usar Hiyab no puede ser por otra razón más que por algo que trasciende a todos los beneficios mundanales. Se debe señalar una fortaleza interior de creencia en el Islam y una constancia en los mandamientos de Al-lah espléndida y resplandeciente. Esto necesariamente construye el carácter y una seguridad inquebrantable dentro de uno mismo.





Por otro lado, los hombres musulmanes nunca pasan por una experiencia como esta. Quizás el tener nombres “raros” o una apariencia “diferente” sea lo que inicie el proceso de búsqueda de su alma para ellos. Pero para la mayor parte, la experiencia de crecer en Occidente no ocasiona el mismo despertar en ellos como lo hace en nosotras, las musulmanas que usamos Hiyab. Y, según mi observación de hombres jóvenes musulmanes, tampoco se desarrolla en ellos la capacidad de resistencia, la confianza, la madurez espiritual y, más que todo, aquel sólido sentido islámico del "Yo" que muchas mujeres musulmanas tan obviamente adquieren.





Eso deja a muchas mujeres preguntando, ¿a dónde se han ido todos los hombres musulmanes?





No soy “feminista” (o lo que sea que son las mujeres que tienden a tomar un posición dura en contra del género masculino), pero no pude dejar de preguntarme a mí misma, al igual que lo hacen mis hermanas musulmanas, ¿dónde es que ellos están?





¿Por qué no están ellos para dar la cara por nosotras, para protegernos, para preocuparse por nuestro bienestar en nuestros hogares, nuestras universidades, nuestros trabajos y la sociedad en general? 





Lo más importante, ¿qué sucede con ellos y la crisis matrimonial en la comunidad musulmana? ¿Por qué no dan un paso hacia adelante? Y cuando lo hacen, ¿por qué están dejando atrás lo mejor y más cercano de nuestras comunidades? Así es, lo dije. Y, a diferencia de muchas de mis amigas y hermanas musulmanas, no me arrepiento de haberlo hecho (probablemente sea porque estoy casada y no me preocupa que esto vaya a ser tomado como una propuesta de matrimonio no muy sutil y patética). 





Pero la verdad del asunto es que nosotras las mujeres no podemos permitirnos quedar rezagadas tan fácilmente. Su crisis es también la nuestra. Todas somos parte de la Ummah, incluso parte de la misma comunidad local. 





Lo que las musulmanas sentimos, pensamos y creemos –y cómo actuamos– tiene un impacto sobre los hombres, al igual que sus vidas espirituales y transaccionales tienen un impacto sobre nosotras. Nuestras interacciones, actitudes y conductas nos enfrentan unos con otros y contribuyen a lo positivo y negativo que se desarrolla entre los dos géneros. 





Pero, he aquí una recomendación para comenzar. Que las familias insistan en que sus jóvenes musulmanes comiencen a distinguirse en la sociedad en general, muy clara y distintamente –y no solo en creencias escondidas y oraciones a solas, sino en su apariencia física, actitudes, conducta y expresión.



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