La idolatría: todo monoteísta aborrece la idea y, sin embargo, muchos cometen ese crimen. Hoy día, pocos comprenden plenamente la complejidad de este tema, pues la definición de "idolatría" ha sido enterrada bajo casi 1.700 años de tradición de la iglesia.
El segundo mandamiento dice: "No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo ni abajo en la tierra ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás" (Éxodo 20:4–5, traducción Reina-Valera 1960). Traducciones alternas emplean redacciones ligeramente distintas pero significativas, como por ejemplo: "No te inclines delante de ellos ni los adores" (NVI).
El mandamiento "no te harás imágenes" habla por sí mismo, como lo hace el decreto subsecuente de no hacer ninguna semejanza de nada.
Estos mandatos no podrían ser más claros.
La naturaleza humana, sin embargo, es buscarle resquicios a las leyes, los impuestos y las escrituras. En consecuencia, hay quienes consideran que la orden inicial de no hacer imágenes ni semejanza de nada está condicionada por el decreto siguiente de no servir ni adorar imágenes; argumentan que si nadie adora realmente a la imagen misma, entonces está permitido hacerla. Pero eso no es lo que dice el mandamiento. Y en cualquier caso, la prudencia manda evitar todo lo que Dios ha prohibido, pues quien transgreda puede esperar ser llamado a rendir cuentas.
Pero demos un paso atrás. ¿Qué significan las palabras "servir" y "adorar" en realidad? El verbo "servir", de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española, significa "estar al servicio de alguien; estar sujeto a alguien por cualquier motivo haciendo lo que él quiere o dispone"[1]. Si ubicar imágenes en lugares exaltados (como imágenes de santos puestos sobre pedestales, íconos religiosos enmarcados y puestos en lugares visibles y elevados, etc.) y dedicar tiempo, energía y dinero para desempolvarlas, limpiarlas, restaurarlas, embellecerlas, pasearlas en procesiones, vestirlas y preservarlas, no son actos de servicio y respeto, ¿entonces qué son?
¿Cuál es la respuesta cristiana típica? Que esos actos de "servicio", no son actos de "adoración".
Un momento. La palabra "adoración" no existía hace dos mil años. De hecho, el idioma español como tal ni siquiera existía antes del siglo XII. Entonces, ¿cuáles fueron las palabras empleadas en los tiempos bíblicos?
La palabra hebrea sagad aparece cuatro veces en el texto hebreo, suele traducirse como adoración, pero significa prosternarse, postrarse, inclinarse, arrodillarse, venerar, rendir homenaje, tener devoción[2].
La palabra hishtajavá significa inclinarse, prosternarse, postrarse, rendir homenaje, arrodillarse. En muchos textos bíblicos, hishtajavá es traducida como se inclinó, se postró, hizo una reverencia.
Las personas solo se inclinan, arrodillan, postran o hacen reverencia ante alguien o algo que valoran mucho, que consideran de algún modo superior o que tiene alguna autoridad sobre ellas.
Entonces, ¿qué dice realmente el segundo mandamiento? No solo que uno no debe inclinarse ante imágenes hechas por el hombre ni rezarles (como lo hacen muchos católicos, tanto romanos como ortodoxos), sino que uno ni siquiera debe valorar esas imágenes.
"¡Pero nosotros no las valoramos!", responde el cristiano promedio.
¡Oh!, ¿de verdad? Bueno, en ese caso, no le importará si simplemente las tiramos a la basura o las echamos por el sanitario. Es decir, las imágenes no tienen valor por sí mismas, ¿verdad? No valen, ¿cierto? ¿Y qué hacemos con las cosas que no valen? Las tiramos, ¿no?
El punto es que sí, los cristianos valoran sus imágenes, y de esa forma violan el segundo mandamiento.
¿La idolatría se manifiesta de otras formas?
Por supuesto. ¿Alguna vez te has preguntado por qué a los reyes, la nobleza y altos dignatarios se los trata con títulos como "su majestad", "su alteza", "su excelentísimo/a" y "su excelencia"? "Majestad" significa grandeza, superioridad. "Alteza" es elevación, sublimidad. "Excelencia" es calidad o bondad superior. Es decir, todos estos tratamientos honoríficos hacen referencia a una veneración que se rinde a una persona para honrarla por su gran valor, su posición y su estatus social. "Honrar" es respetar y enaltecer. "Adorar" implica reverenciar con gran honor o respeto.
Entonces, ¿tratar a alguien con estos títulos honoríficos es una forma de adoración? Sí, precisamente ese es el punto. Estos títulos honoríficos y otras formas de exaltación, sumo respeto y homenaje son formas de demostrar devoción, de inclinarse, humillarse o reverenciar ante una persona. Quienes tratan a estas personas con dichos títulos no solo los adoran, sino que los toman como ídolos, los idolatran. Esta es una dinámica que vemos comúnmente hoy día aplicada también a los astros o ídolos de la música, el deporte y el cine, así como al clero, la realeza y la élite social.
"¡Oh, por favor!", puedes decir, "estás exagerando". No, estoy siendo preciso. No estoy diciendo que Dios nos ha prohibido honrar a tales individuos, lo que digo es que dirigirse a tales individuos con términos como "su majestad" o "su alteza" es una forma de adoración. Sin embargo, donde esto cruza la línea hacia la zona prohibida es cuando la gente reverencia a otros como dioses, o les otorga el honor y el respeto reservados a nuestro Creador. En el caso de que prefieran la guía de esos individuos a las leyes y la guía de la revelación, están usurpando la autoridad de Dios. Del mismo modo, en caso de que reverencien a dichos individuos afirmando que son infalibles o inclinándose ante ellos (aunque solo sea para besar su anillo), les están otorgando los derechos y el honor especial reservados para Dios, el Altísimo.
De este modo, la idolatría no requiere una estatua, si bien las estatuas aumentan la ofensa. Después de todo, "la idolatría se refiere a la adoración de los dioses distintos al único Dios verdadero, y el uso de imágenes es característicos de la vida de los paganos"[3].
Es interesante tener una enciclopedia católica que proporcione tal definición, ¿no? Porque no necesitamos leer entre líneas para darnos cuenta de que es una autocondena.
Lastimosamente, muchas denominaciones cristianas modernas justifican sus prácticas más con base en la tradición que en las escrituras. Rara vez se les da prioridad a las escrituras sobre la tradición. Ejemplos existen, sin embargo. En el siglo XVI, los cristianos nestorianos de la Costa de Malabar, en India, vieron por primera vez una imagen de la Virgen María. Aislados de la influencia europea durante mucho tiempo, estos cristianos de la Costa de Malabar se habían mantenido ignorantes de los cambios instituidos por los diferentes concilios y sínodos de las iglesias europeas. Solo con el establecimiento de rutas marítimas en el siglo XVI ambos grupos interactuaron. Como anotó Edward Gibbon: "Su separación del mundo occidental los dejó ignorantes de las mejoras o corrupciones durante mil años, y su conformidad con la fe y la práctica del siglo V, decepcionaría por igual los prejuicios de un papista o de un protestante"[4].
Entonces, ¿cómo respondieron cuando les mostraron una imagen de la Virgen María? El título de Madre de Dios resultó ofensivo a sus oídos, y midieron con escrupulosa avaricia los honores de la Virgen María, a quien la superstición de los latinos la había exaltado al rango de una diosa. Cuando su imagen fue presentada por primera vez a los discípulos del apóstol Santo Tomás, ellos exclamaron indignados: "¡Somos cristianos, no idólatras!
Es importante anotar que estos cristianos de la Costa de Malabar no estaban solos ni errados en sus opiniones:
Los cristianos primitivos sentían una repugnancia indomable hacia el uso y el abuso de las imágenes, y esta aversión debe ser adscrita a su descendencia de los judíos y su enemistad con los griegos. La ley mosaica había proscrito con severidad todas las representaciones de la Deidad, y ese precepto fue firmemente establecido en los principios y prácticas del pueblo elegido. El ingenio de los apologistas cristianos fue dirigido en contra de los necios idólatras, que se inclinaban ante artesanías hechas por sus propias manos, imágenes de bronce y mármol que, de haber sido dotadas con sentido y sensibilidad, habrían comenzado a adorar no a la obra en el pedestal, sino a los poderes creativos del artista[1].
O, para ponerlo en un español más simple y moderno:
Los cristianos primitivos habían atacado la adoración de imágenes como la obra del diablo, y se había producido la destrucción masiva de todo tipo de ídolos cuando el cristianismo por fin triunfó. Sin embargo, en los siglos sucesivos las imágenes surgieron de nuevo, apareciendo bajo nuevos nombres pero, para el ojo crítico, con un papel idéntico. Fueron los cristianos de Oriente los que comenzaron a sentir que gran parte de la religión pagana que sus antepasados habían destruido, con un elevado costo en sangre de mártires, había sido restaurada insensiblemente[2].
Sin embargo, el arte religioso fue aprobado en el Concilio de Nicea en 325 d. C., y la adoración de ídolos invadió los servicios católicos desde esa época hasta nuestros días. Gibbon comenta:
"Al comienzo, este experimento fue llevado a cabo con cautela y escrúpulo, y las pinturas venerables fueron permitidas discretamente para instruir al ignorante, despertar al insensible, y satisfacer los prejuicios de los prosélitos paganos. Por una lenta pero inevitable progresión, los honores de los originales fueron transferidos a las copias; los cristianos devotos rezaron frente a la imagen de un santo, y los ritos paganos de genuflexión, luminarias e incienso tomaron furtivamente la Iglesia Católica"[3].
Con el tiempo (continúa Gibbon), la adoración de imágenes se infiltró en la iglesia por grados imperceptibles, y cada pequeño paso fue agradable a la mente supersticiosa, como algo que le proporcionaba comodidad e inocencia del pecado. Pero a inicios del siglo VIII, en la magnitud máxima del abuso, los griegos más temerosos fueron sacudidos por la idea de que, bajo la máscara del cristianismo, habían restaurado la religión de sus padres; escucharon, con dolor e impaciencia, el nombre de idólatras, la presión incesante de los judíos y los mahometanos, que derivaron de la ley y del Corán un odio inmortal hacia las imágenes y toda adoración hacia ellas[4].
Todos aquellos cuyo cristianismo se basaba en las escrituras, el ejemplo de los apóstoles y las enseñanzas de los profetas, se opusieron a la introducción de la adoración de ídolos. Por ello, cuando la hermana de Constantino, congruentemente llamada Constantina, encargó una representación de Jesús en 326 d. C., Eusebio de Nicomedia respondió con altivez: "¿Qué y qué tipo de semejanza de Cristo es esta? Tales imágenes están prohibidas por el segundo mandamiento"[5].
Hace más de dos siglos, Joseph Priestley escribió un resumen que no solo explica la historia, sino también la razón para esta corrupción de la ortodoxia cristiana:
Siendo que los templos se construían en honor de santos particulares, y especialmente de mártires, resultó natural adornarlos con pinturas y esculturas que representaran las grandes hazañas de esos santos y mártires, y esa fue una circunstancia que hizo que las iglesias cristianas fueran más parecidas a los templos paganos, que también eran adornados con estatuas y pinturas, y eso también tendía a llevar a la masa ignorante hacia la nueva adoración, facilitándole la transición.
Paulino, un converso del paganismo que había sido senador romano –célebre por sus escritos y labor de enseñanza, y que murió como Obispo de Nola en Italia, cargo en el que se distinguió–, reconstruyó de forma espléndida su propia iglesia episcopal, dedicada a Félix mártir, y en los pórticos de la misma pintó los milagros de Moisés y de Cristo, junto con las hazañas de Félix y de otros mártires, cuyas reliquias fueron depositadas en la iglesia. Esto, dijo él, se hizo con la intención de guiar al populacho, habituado a los ritos profanos del paganismo, hacia un conocimiento y una buena opinión de la doctrina cristiana al aprender de esas pinturas, ya que no tenían la capacidad de aprender de los libros, las vidas y obras de los santos cristianos.
Una vez comenzó la costumbre de tener pinturas en las iglesias (hacia finales del siglo IV o comienzos del V, generalmente por conversos del paganismo), parece que los cristianos más ricos compitieron entre sí por ver quién construía y decoraba iglesias con mayor derroche, y quizás nada contribuyó más a esto que el ejemplo de este Paulino.
Por Crisóstomo se sabe que las pinturas e imágenes se veían en las iglesias principales de su época, pero esto fue en el oriente. En Italia eran algo raro a comienzos del siglo V, y el obispo de ese país, que tenía su iglesia pintada, pensó adecuado hacer una apología de ella, diciendo que quienes se divertían con las imágenes tendrían menos tiempo para deleitarse consigo mismos. Esta costumbre probablemente se originó en Capadocia, donde Gregorio de Nisa fue obispo, el mismo que le ordenó a Gregorio Taumaturgo que se ingeniara la forma de hacer los festivales cristianos similares a los paganos.
Aunque muchas iglesias de esa época estaban adornadas con imágenes de santos y mártires, no parece que hubiera muchas imágenes de Cristo. Se dice que estas fueron introducidas por los capadocios, y las primeras eran solo simbólicas, mostrándolo en forma de cordero. Epifanio encontró una de estas en el año 389, y se sintió tan ofendido por ella que la rompió. No fue hasta el Tercer Concilio de Constantinopla o Concilio Trullano, celebrado de forma tardía entre el 680 y el 681 d. C., que se ordenó que las pinturas de Cristo lo representaran en forma de hombre