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R: Yo era Margaret (Peggy) Marcus. De niña, tenía un gran interés en la música y tenía una simpatía particular por las óperas y sinfonías clásicas consideradas alta cultura en Occidente. La música fue mi materia favorita en la escuela, y era en la que siempre tenía las más altas calificaciones. Por pura casualidad, se me ocurrió escuchar música árabe por la radio y me gustó mucho, así que quise escuchar más. No dejé en paz a mis padres hasta que mi papá por fin me llevó al área siria en Nueva York, donde compré un montón de grabaciones en árabe. Mis padres, parientes y vecinos pensaban que el árabe y su música eran terriblemente extraños y les dolían los oídos cuando ponía mis grabaciones, de modo que exigían que cerrara las puertas y ventanas de mi cuarto para que no los molestara. Después que abracé el Islam en 1961, solía sentarme embelesada durante una hora en la mezquita en Nueva York, escuchando grabaciones de Tilawat (recitación del Corán) por el célebre Qari’ egipcio Abdul Basit. Pero un Salatul Yumua (oración del viernes), el Imam no puso las grabaciones. Tuvimos un invitado especial ese día. Un pequeño joven muy delgado y con ropas pobres, quien se presentó a sí mismo como estudiante de Zanzíbar, recitó Suratur Rahmán (un capítulo del Corán). Nunca antes escuché una Tilawat tan gloriosa, ¡ni siquiera de Abdul Basit! Él tenía una voz de oro; sin duda Bilal (un compañero del Profeta, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, a quien se le asignó la tarea de hacer el llamado a la oración 5 veces al día) debía haber sonado como él.





Volvamos al comienzo de mi interés en el Islam cuando tenía diez años. Mientras asistía a la escuela dominical judía reformada, fui fascinada por la relación histórica entre los judíos y los árabes. En mis libros escolares judíos, aprendí que Abraham era el padre de los árabes tanto como de los judíos. Leí cómo siglos después cuando, en la Europa medieval, la persecución por parte de los cristianos les hizo la vida imposible, los judíos fueron bienvenidos en la España musulmana, y que fue la magnanimidad de esta misma civilización árabe islámica la que estimuló la cultura hebrea para que alcanzara el cenit de sus logros.





Totalmente inconsciente de la naturaleza real del sionismo, pensé ingenuamente que los judíos estaban regresando a Palestina para fortalecer sus lazos de parentesco en la religión y en la cultura con sus primos semíticos. Creía que juntos, árabes y judíos, cooperarían para alcanzar una nueva Edad de Oro de la cultura en Oriente Medio.





A pesar de mi fascinación con el estudio de la historia judía, era muy infeliz en la escuela dominical. En esa época me identifiqué mucho con el pueblo judío en Europa, después de sufrir un destino terrible a manos de los Nazis, y me sorprendía que ninguno de mis compañeros de clase ni sus padres se tomaran la religión en serio. Durante los servicios en la sinagoga, los niños solían leer tiras cómicas escondidas en sus libros de oración, y se burlaban de los rituales. Los niños eran tan ruidosos y desordenados que los profesores no podían disciplinarlos y resultaba muy difícil dictar las clases.





En casa, la atmósfera de observancia religiosa era apenas poco más agradable. Mi hermana mayor detestaba tanto la escuela dominical que mi madre literalmente la tenía que arrastrar fuera de la cama en las mañanas, y nunca fue sin luchar entre lágrimas y palabras ofensivas. Por último, mis padres se habían agotado y dejaron que la abandonara. En las fiestas religiosas judías, en lugar de asistir a la sinagoga y ayunar durante Yom Kipur, nos sacaban a mi hermana y a mí de la escuela para ir a almuerzos campestres y fiestas en restaurantes elegantes. Cuando mi hermana y yo convencimos a nuestros padres de lo miserables que éramos en la escuela dominical, se unieron a una organización agnóstica y humanista conocida como Movimiento de Cultura Ética.





El Movimiento de Cultura Ética fue fundado a fines del siglo XIX por Felix Alder. Mientras estudiaba para ser rabino, Felix Alder creció convencido de que la devoción a los valores éticos como algo relativo y hecho por el hombre, hacía irrelevante cualquier supernaturalismo o teología, y se constituía en la única religión apropiada para el mundo moderno. Asistí a la escuela dominical de cultura ética cada semana desde los 11 años hasta que me gradué a los 15. Allí crecí en completo acuerdo con las ideas del movimiento y su desprecio por todas las religiones tradicionales y organizadas.





Cuando tenía 18 años de edad me hice miembro del movimiento local de jóvenes sionistas, conocido como el Mizrachi Hatzair. Pero cuando descubrí la verdadera naturaleza del sionismo, que hizo irreconciliable la hostilidad entre judíos y árabes, lo dejé con repugnancia unos meses después. Cuando tenía 20 años y era estudiante en la Universidad de Nueva York, uno de mis cursos electivos se llamaba “el judaísmo en el Islam”. Mi profesor, Rabbi Abraham Isaac Katsh, cabeza del departamento de Estudios Hebreos allí, no escatimó esfuerzos para convencer a sus estudiantes —judíos todos, muchos de ellos aspirantes a rabinos— de que el Islam se había derivado del judaísmo. Nuestro libro de texto, escrito por él, tomaba cada versículo del Corán, y rastreaba con esmero su supuesto origen judío. Aunque su verdadero objetivo era demostrarles a sus alumnos la superioridad del judaísmo sobre el Islam, me convenció de todo lo contrario.





Pronto descubrí que el sionismo era una mera combinación de aspectos tribales racistas del judaísmo. El sionismo nacionalista secular moderno quedó aún más desacreditado ante mis ojos cuando me enteré de que unos pocos, si alguno, de los líderes del sionismo eran judíos practicantes, y que quizás en ningún otro lugar el judaísmo tradicional ortodoxo es tratado con un desprecio tan intenso como en Israel. Cuando me enteré de que casi todos los líderes judíos importantes en Estados Unidos que apoyan el sionismo, no sienten el menor remordimiento de consciencia a causa de la terrible injusticia infligida a los árabes palestinos, ya no pude considerarme más una judía de corazón.





Una mañana de noviembre de 1954, el profesor Katsh, durante su conferencia, argumentó con una lógica irrefutable que el monoteísmo enseñado por Moisés, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, y las Leyes Divinas reveladas a él, eran indispensables como base para todos los más altos valores éticos. Si la moral fuera puramente hecha por el hombre, como enseñan Cultura Ética y otras filosofías agnósticas y ateas, entonces podría ser cambiada a voluntad, según el capricho, la conveniencia o las circunstancias. El resultado sería el caos total que conduce a la ruina individual y colectiva. Creer en el Más Allá, como enseñan los rabinos en el Talmud —argumentaba el profesor Katsh—, no era un mero pensamiento caprichoso sino una necesidad moral. Según él, sólo aquellos que creían firmemente en que cada uno de nosotros será llamado por Dios el Día del Juicio para rendir cuentas de nuestra vida entera en la tierra, y que seremos recompensados o castigados acorde a ello, tendrá la autodisciplina para sacrificar el placer transitorio y aguantar las dificultades, y sacrificarse para obtener un bien duradero.





Fue en la clase del profesor Katsh que conocí a Zenita, la chica más inusual y fascinante que jamás haya conocido. La primera vez que entré a la clase del profesor Katsh, al mirar a mi alrededor en busca de un escritorio vacío dónde sentarme, me fijé en dos asientos vacíos, en el brazo de uno de ellos había tres grandes volúmenes bellamente encuadernados de la traducción y comentarios al inglés del Sagrado Corán por Yusuf Ali. Me senté justo allí, ardiendo de curiosidad por averiguar a quién le pertenecían estos volúmenes. Justo cuando la clase del rabino Katsh iba a comenzar, una chica alta y muy delgada, de tez pálida, enmarcada por una gruesa cabellera castaña, se sentó junto a mí. Su aspecto era tan particular, que pensé que debía ser una estudiante extranjera de Turquía, Siria o algún otro país de Oriente Próximo. Muchos de los demás estudiantes eran hombres jóvenes que vestían el gorro negro de los judíos ortodoxos, y que aspiraban a convertirse en rabinos. Nosotras éramos las únicas dos mujeres de la clase. Cuando salimos de la biblioteca a finales de esa tarde, ella se me presentó. Nació en una familia judía ortodoxa, sus padres habían emigrado a Estados Unidos desde Rusia sólo unos pocos años antes de la Revolución de octubre de 1917, para escapar de la persecución. Noté que mi nueva amiga hablaba el inglés con el cuidado preciso de un extranjero. Ella confirmó estas especulaciones, diciéndome que ya que su familia y amigos sólo hablaban yiddish entre ellos, ella no había aprendido inglés hasta después de asistir a la escuela pública. Me contó que su nombre era Zenita Liebermann, pero hacía poco, en un intento de americanizarse, sus padres habían cambiado su apellido por “Lane”. Además de haber recibido una profunda formación en hebreo de su padre mientras crecía y también en la escuela, me dijo que ahora gastaba todo su tiempo libre estudiando árabe. Sin embargo, sin previo aviso, Zenita se retiró de la materia, y aunque seguí asistiendo a las clases hasta que terminó el curso, Zenita nunca volvió. Pasaron meses y me olvidé de Zenita, cuando repentinamente me llamó y me rogó que me encontrara con ella en el Museo Metropolitano para ir a ver una exhibición especial de la exquisita caligrafía árabe y de iluminados manuscritos antiguos del Corán. Durante nuestra visita al museo, Zenita me dijo que había abrazado el Islam con dos de sus amigos palestinos como testigos.





Le pregunté: “¿Por qué decidiste hacerte musulmana?” Ella me dijo entonces que había dejado la clase del profesor Katsh cuando se sintió enferma con una infección grave del riñón. Su condición fue tan crítica, me contó, que su madre y su padre no esperaban que sobreviviera. “Una tarde, mientras ardía en fiebre, alcancé mi Sagrado Corán en la mesa al lado de mi cama y comencé a leer, y mientras recitaba los versículos, me tocaron de un modo tan profundo que comencé a llorar, y entonces supe que iba a recuperarme. Tan pronto como estuve lo suficientemente fuerte para dejar mi cama, llamé a dos de mis amigos musulmanes y tomé el juramento de la Shahadaho Confesión de Fe”.





Zenita y yo comíamos en restaurantes sirios donde adquirí un gusto refinado por esta cocina deliciosa. Cuando tenía dinero para gastar, ordenaba Cuscús, cordero asado con arroz, o un plato de sopa de deliciosas albóndigas pequeñas nadando en salsa con piezas de pan árabe sin levadura. Y cuando no tenía mucho para gastar, comía lentejas y arroz, al estilo árabe, o el plato nacional egipcio de habas negras con mucho ajo y cebolla, llamado Ful.





De modo que cuando el profesor Katsh dictaba clase, yo comparaba en mi mente lo que había leído en el Antiguo Testamento y en el Talmud con lo que enseñaba el Corán y el Hadiz, y encontraba tan defectuoso el judaísmo que me convertí al Islam.





P: ¿Tenías miedo de no ser aceptada por los musulmanes?





R: Mi creciente simpatía por el Islam y los ideales islámicos enfureció a otros judíos que conocía, quienes consideraban que los estaba traicionando de la peor manera posible. Solían decirme que tal actitud sólo podía ser resultado de sentir vergüenza por mi herencia ancestral y de un intenso odio por mi pueblo. Me advirtieron que aunque tratara de ser musulmana nunca sería aceptada. Estos temores resultaron ser totalmente infundados, ya que nunca he sido estigmatizada por ningún musulmán a causa de mi origen judío. En cuanto me hice musulmana fui bienvenida con entusiasmo por los musulmanes como una de ellos.





No abracé el Islam por odio a mi herencia ancestral o a mi pueblo. No era mi deseo rechazar sino cumplir. Para mí significaba la transición de una fe parroquial a una fe dinámica y revolucionaria.





P: ¿Tu familia se opuso a que estudiaras el Islam?





R: A pesar de que quería hacerme musulmana desde 1954, mi familia logró mantenerme alejada de ello. Me advirtieron que el Islam complicaría mi vida porque, a diferencia del judaísmo y del cristianismo, no hace parte de la escena estadounidense. Me dijeron que el Islam me alejaría de la familia y me aislaría de la comunidad. En ese momento mi fe no era lo suficientemente fuerte como para resistir a esas presiones. En parte como resultado de esa agitación interior, me enfermé tanto que tuve que dejar la universidad mucho antes de graduarme. Durante los siguientes dos años estuve en casa bajo cuidados médicos, pero empeorando. Mis padres, en desesperación, me confinaron en hospitales públicos y privados entre 1957 y 1959, donde prometí que si alguna vez me recuperaba lo suficiente como para ser dada de alta, abrazaría el Islam.





Después que se me permitió volver a casa, investigué todas las oportunidades de conocer musulmanes en la ciudad de Nueva York. Tuve la buena fortuna de conocer a algunos de los mejores hombres y mujeres que cualquier persona podría esperar encontrar. También comencé a escribir artículos para revistas musulmanas.





P: ¿Cuál fue la actitud de tus padres y amigos después que te convertiste en musulmana?





R: Cuando abracé el Islam, mis padres, parientes y amigos me consideraban una fanática, puesto que no podía pensar ni hablar sobre nada más. Para ellos, la religión era un asunto puramente privado, que a lo sumo podría ser cultivado como un pasatiempo de aficionados entre otras aficiones. Pero tan pronto como leí el Corán, supe que el Islam no es un pasatiempo sino que es la vida misma.





 ¿De qué manera el Sagrado Corán tuvo un impacto en tu vida?





R: Una noche en que me sentía particularmente agotada e insomne, mi madre entró a mi habitación y me dijo que estaba a punto de ir a la Biblioteca Pública de Larchmont, y me preguntó si deseaba algún libro. Le pedí que buscara en la biblioteca una copia de una traducción al inglés del Sagrado Corán. Imagínense, años de interés apasionado por los árabes, leyendo cada libro de la biblioteca que caía en mis manos, ¡pero hasta ese momento, nunca había pensado ver lo que había en el Sagrado Corán! Mi madre regresó con una copia para mí. Yo estaba tan ansiosa, que literalmente se lo arranqué de las manos y lo leí durante toda la noche. Allí encontré también las familiares historias bíblicas de mi infancia.





En mis ocho años de escuela primaria, cuatro años de secundaria y uno de universidad, aprendí sobre gramática y composición inglesa, francés, español, latín y griego de uso actual; aritmética, geometría, álgebra, historia europea y americana; ciencias básicas, biología, música y arte; ¡pero nunca había aprendido nada sobre Dios! ¿Pueden imaginar cuán ignorante era yo sobre Dios, que le escribí a mi amigo por correspondencia, un abogado pakistaní, y le confesé que la razón por la que era atea, era que no podía creer que Dios fuera un anciano con una larga barba blanca sentado en Su trono en el cielo? Cuando me preguntó dónde había aprendido semejante cosa, le dije que en las reproducciones de la Capilla Sixtina que había visto en la revista Life sobre la “Creación” y el “Pecado Original” de Miguel Ángel. Le describí todas las representaciones de Dios como un anciano de larga barba blanca y las numerosas crucifixiones de Jesús que había visto con Paula en el Museo Metropolitano de Arte. Pero en el Sagrado Corán, leí:





“¡Allah! No existe nada ni nadie con derecho a ser adorado excepto Él, Viviente, se basta a Sí mismo y se ocupa de toda la creación. No Le toma somnolencia ni sueño. Suyo es cuanto hay en los cielos y la Tierra. ¿Quién podrá interceder ante Él sino con Su anuencia? Conoce el pasado y el futuro; y nadie abarca de Su conocimiento salvo lo que Él quiere. Su Trono se extiende en los cielos y en la Tierra, y la custodia de ambos no Lo agobia. Y Él es Sublime, Grandioso”. (Corán 2:255)





“Las obras de los incrédulos son como un espejismo en el desierto; el sediento cree que es agua pero cuando llega a él no encuentra nada. Así es como se encontrarán con Allah [el Día del Juicio], Quien les dará el castigo que merezcan; y Allah es rápido en ajustar cuentas. O como tinieblas en un mar profundo cubierto de olas, unas sobre otras, que a su vez están cubiertas por nubes; son tinieblas que se superponen unas sobre otras. Si alguien sacase su mano, apenas podría distinguirla. De este modo, a quien Allah no ilumine, jamás encontrará la luz [de la guía]”. (Corán 24:39-40)





Mi primer pensamiento cuando leí el Sagrado Corán fue absolutamente sincero, honesto, despojado de compromisos económicos o de hipocresía. Pensé: esta es la única religión verdadera.





En 1959, pasé mucho de mi tiempo libre leyendo libros sobre el Islam en la biblioteca pública de Nueva York. Fue allí donde descubrí cuatro gruesos volúmenes de una traducción al inglés de Mishkat ul Masabih. Fue cuando me enteré de que una comprensión apropiada y detallada del Sagrado Corán no es posible sin algún conocimiento de los hadices relevantes. Pues, ¿cómo podemos interpretar correctamente el texto sagrado, sino en la forma en que lo hizo el Profeta a quien le fue revelado?





Una vez estudié el Mishkat, comencé a aceptar el Sagrado Corán como revelación divina. Lo que me convenció de que el Corán debía provenir de Dios y que no era una obra de Muhammad, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, fueron las respuestas satisfactorias y convincentes a todas las preguntas importantes de la vida, a las que en ningún otro lugar les hallé respuesta.





Cuando era niña le tenía pánico absoluto a la muerte, sobre todo a pensar en mi propia muerte, y después de tener pesadillas al respecto, a veces despertaba a mis padres llorando en medio de la noche. Cuando les pregunté por qué yo debía morir y qué me pasaría después de la muerte, todo lo que pudieron decirme es que tenía que aceptar lo inevitable, pero que eso estaba lejos de ocurrir, y que gracias a los avances continuos de la ciencia médica, quizás yo llegaría a los cien años de edad. Mis padres, mi familia y todos mis amigos rechazaban como supersticiones todo pensamiento sobre el Más Allá, el Día del Juicio, la recompensa del Paraíso o el castigo del Infierno, como conceptos obsoletos de eras ya pasadas. En vano, busqué por todos los capítulos del Antiguo Testamento algún concepto claro e inequívoco del Más Allá. Los profetas, patriarcas y sabios de la Biblia recibían, todos ellos, sus recompensas o castigos en este mundo. La historia típica es la de Job (Ayub). Dios destruyó a todos sus seres queridos, sus posesiones, y lo afligió con una enfermedad repugnante para así probar su fe. Job se lamentaba lastimeramente con Dios por lo que Él le hacía sufrir siendo un hombre justo. Al final de la historia, Dios le restaura todas sus posesiones materiales que había perdido, pero ni siquiera se menciona cualquier posible consecuencia en el Más Allá.





A pesar de que encontré el Más Allá mencionado en el Nuevo Testamento, comparado con lo que dice el Sagrado Corán, es vago y ambiguo. No encontré respuesta a la pregunta de la muerte en el judaísmo ortodoxo, puesto que el Talmud predica que incluso la peor de las vidas es mejor que la muerte. La filosofía de mis padres era que uno debe evitar por completo pensar en la muerte y simplemente disfrutar, tanto como uno pueda, de los placeres que la vida nos ofrezca. Según ellos, el propósito de la vida es el disfrute y el placer logrados a través de la autoexpresión de los talentos de uno, el amor de la familia, la compañía agradable de los amigos, combinado con una vida confortable y con la indulgencia en la variedad de diversiones que el próspero Estados Unidos pone a disposición de forma tan abundante. Ellos deliberadamente cultivaban este enfoque superficial de la vida como si les garantizara una felicidad y buena fortuna continuas. A través de amargas experiencias, descubrí que la autoindulgencia sólo lleva a la miseria, y que nada grande, o que tan sólo valga la pena, se logra sin luchar a través de la adversidad y el autosacrificio. Desde mi más tierna infancia siempre quise realizar cosas importantes y significativas. Por encima de todo, antes de morir, quería asegurarme de no haber desperdiciado mi vida en actos pecaminosos o búsquedas inútiles. Toda mi vida he sido muy seria. Siempre detesté la frivolidad que es la característica dominante de la cultura contemporánea. Mi padre una vez me molestó con su convicción inquietante de que no existe nada de valor permanente, puesto que todo en esta era moderna acepta las inevitables tendencias actuales y se ajusta a ellas. Yo, sin embargo, estaba sedienta de alcanzar algo que perdurara para siempre. Y fue en el Sagrado Corán que aprendí que esta aspiración era posible. Ninguna obra buena por la causa de buscar la complacencia de Dios, se desperdicia ni se pierde. Incluso si la persona en cuestión nunca alcanza algún reconocimiento mundano, su recompensa está garantizada en el Más Allá. Por el contrario, el Corán nos dice que aquellos que no se guían por consideraciones morales que no sean de conveniencia o conformidad social, y anhelan la libertad de hacer cuanto les place, no importa cuánto éxito y prosperidad tengan en este mundo, o cuán intensamente sean capaces de disfrutar su lapso breve de vida terrenal, van a ser condenados como perdedores en el Día del Juicio. El Islam nos enseña que a fin de dedicar nuestra atención exclusiva a cumplir nuestras obligaciones para con Dios y con nuestros semejantes, debemos abandonar toda actividad vana e inútil que nos distraiga de dicho fin. Estas enseñanzas del Sagrado Corán, hechas aún más explícitas por el Hadiz, eran completamente compatibles con mi temperamento.





P: ¿Cuál es tu opinión sobre los árabes luego de haberte hecho musulmana?





R: Al pasar los años me fui dando cuenta gradualmente de que no fueron los árabes los que hicieron grande al Islam, sino que fue el Islam el que hizo grandes a los árabes. Si no fuera por el Profeta Muhammad, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con él, los árabes serían en la actualidad un pueblo oscuro. Y si no fuera por el Sagrado Corán, la lengua árabe sería insignificante o se habría extinguido.





P: ¿Has visto alguna similitud entre el judaísmo y el Islam?





R: El parentesco entre el judaísmo y el Islam es aún más fuerte que entre el Islam y el cristianismo. El judaísmo y el Islam tienen en común el mismo monoteísmo estricto, la importancia crucial de la obediencia total a la Ley Divina como prueba de nuestra sumisión y nuestro amor por el Creador, el rechazo del sacerdocio, el celibato y el monacato, y la sorprendente similitud entre los idiomas hebreo y árabe.





En el judaísmo, la religión está tan confundida con el nacionalismo que uno apenas puede distinguir entre los dos. El nombre “judaísmo” se deriva de Judá, una tribu. Un judío es un miembro de la tribu de Judá. Incluso el nombre de esta religión tiene la connotación de un mensaje espiritual que no es universal. Un judío no es judío por virtud de su creencia en la unicidad de Dios, sino sólo porque resulta que nació de vientre judío. Si se convierte en ateo abiertamente, no es menos “judío” ante los ojos de sus compañeros judíos.





Tan profunda corrupción con el nacionalismo ha empobrecido espiritualmente esta religión en todos los aspectos. Dios no es el Dios de toda la humanidad sino el Dios de Israel. Las escrituras no son la revelación de Dios para toda la raza humana, sino principalmente un libro de historia judía. David y Salomón, que la misericordia y las bendiciones de Dios sean con ellos, no son en pleno derecho Profetas de Dios, sino simplemente reyes judíos. Con la única excepción del Yom Kippur (el día de expiación judío), las fiestas y festivales celebrados por los judíos, como Hanukkah, Purim y Pesach, son de mucha mayor importancia nacional que religiosa.





 ¿Alguna vez has tenido la oportunidad de hablar sobre el Islam con otros judíos?





R: Hay un incidente particular que realmente salta a mi mente cuando tuve la oportunidad de hablarle sobre el Islam a un caballero judío. El Dr. Shoreibah, del Centro Islámico de Nueva York, me presentó a un invitado muy especial. Después de la oración del viernes, fui a su oficina a hacerle algunas preguntas sobre el Islam, pero antes que pudiera siquiera saludarlo con “Asalamu Alaikum”, quedé atónita y sorprendida al ver sentado frente a él a un judío jasídico ultra ortodoxo, completo con sus tirabuzones, sombrero negro de ala ancha, un caftán largo negro de seda y barba completa. Bajo su brazo tenía una copia del periódico en yidish, The Daily Forward. Nos dijo que su nombre era Samuel Kostelwitz, y que trabajaba en la ciudad de Nueva York como cortador de diamantes. La mayor parte de su familia, dijo, vivía en la comunidad jasídica de Williamsburg en Brooklyn, pero también tenía muchos parientes y amigos en Israel. Nació en un pequeño pueblo rumano, huyó del terror Nazi con sus padres a Estados Unidos justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Le pregunté qué lo había llevado a la mezquita. Nos dijo que había sido golpeado por un dolor insoportable desde que su madre había muerto 5 años atrás. Había buscado algo de solaz y de consuelo para su dolor en la sinagoga, pero no pudo hallarlo cuando descubrió que muchos de los judíos, incluso en la comunidad ultra ortodoxa de Williamsburg, eran hipócritas descarados. Su viaje reciente a Israel lo había dejado más amargamente desilusionado que nunca. Había sido sorprendido por la falta de religiosidad que encontró en Israel, y nos dijo que casi todos los jóvenes sabras, o nacidos en Israel, son ateos militantes. Cuando vio grandes manadas de cerdos en uno de los kibutzim (granjas colectivas) que visitó, sólo pudo exclamar horrorizado: “¡Cerdos en un estado judío! Nunca pensé que fuera posible hasta que llegué aquí. Luego, cuando fui testigo del trato brutal infligido a los árabes inocentes en Israel, supe que no hay diferencia entre los israelíes y los nazis. ¡Nunca, jamás en el nombre de Dios, podría justificar crímenes tan horrendos!” Entonces, se volvió hacia el Dr. Shoreibah y le dijo que quería hacerse musulmán, pero que antes de realizar los pasos irrevocables de la conversión formal, necesitaba conocer más sobre el Islam. Dijo que había comprado en la librería Orientalia Bookshop algunos libros de gramática árabe y estaba estudiando el idioma árabe por su cuenta. Se disculpó con nosotros por su mal inglés: el yidish era su lengua madre, y el hebreo su segunda lengua. Entre ellos, su familia y amigos sólo hablaban yidish. Ya que su capacidad de leer en inglés era muy pobre, no tenía acceso a buena literatura islámica. Sin embargo, con la ayuda de un diccionario inglés, había leído con gran dificultad Introducción al Islam de Muhammad Hamidullah de Paris y lo alabó como el mejor libro que había leído jamás. En presencia del Dr. Shoreibah, pasé otra hora con el señor Kostelwitz, comparando las historias bíblicas de los patriarcas y los profetas con sus contrapartes en el Sagrado Corán. Hice hincapié en las inconsistencias e interpolaciones de la Biblia, ilustrando mi punto con la supuesta borrachera de Noé, la acusación de adulterio contra David y de idolatría contra Salomón, y cómo el Sagrado Corán eleva a todos estos patriarcas al estatus de Profetas genuinos de Dios y los absuelve de todos esos crímenes. También le señalé cómo fue Ismael y no Isaac a quien Abraham debía ofrecer en sacrificio por orden de Dios. En la Biblia, Dios le dice a Abraham: “Toma a tu hijo, tu único hijo a quien amas, y ofrécemelo a Mí en holocausto”. Ahora bien, Ismael nació 13 años antes que Isaac pero los comentadores bíblicos judíos explican eso menospreciando a la madre de Ismael, Agar, diciendo que sólo era una concubina y no una esposa real de Abraham, así que dicen que Isaac fue el único hijo legítimo. La tradición islámica, sin embargo, eleva a Agar al estatus de esposa en igualdad de condiciones a Sara. El señor Kostelwitz me expresó su mayor gratitud por dedicarle tanto tiempo explicándole la verdad. Para expresar esta gratitud, insistió en invitarnos al Dr. Shoreibah y a mí a almorzar al delicatessenjudío kosher donde él siempre almorzaba. El señor Kostelwitz nos dijo que deseaba abrazar el Islam más que nada, pero temía que no podría soportar la persecución que habría de enfrentar por parte de su familia y amigos. Le dije que le suplicara a Dios por ayuda y fortaleza, y prometió hacerlo. Cuando nos dejó, me sentí privilegiada por haber hablado con una persona tan gentil y amable.





P: ¿Qué impacto tuvo el Islam en tu vida?





R: En el Islam, mi búsqueda de valores absolutos estaba satisfecha. En el Islam encontré todo lo verdadero, lo bueno y lo bello, y lo que le da sentido y dirección a la vida humana (y a la muerte), mientras que en otras religiones, la verdad es deformada, distorsionada, restringida y fragmentada. Si alguien quiere preguntarme cómo llegué a saber esto, sólo puedo responder que mis experiencias personales de vida fueron suficientes para convencerme. Mi apego a la fe islámica es, pues, una convicción tranquila y fresca, pero intensa. Creo que siempre he sido musulmana de corazón por mi temperamento, incluso antes de saber que existía algo llamado Islam. Mi conversión fue, más que todo, una formalidad, que no implicó un cambio radical en mi corazón, sino que simplemente hizo oficial lo que había estado pensando y anhelando desde hacía muchos años.



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