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En la infancia uno no se da cuenta de muchas cosas. Juegas por jugar, vives por curiosidad, disfrutas por disfrutar y sigues, muchas veces sin preguntar a tus mayores, lo que no tiene respuesta.





 





Desde muy pequeño estuve cerca de la cruz. Primero de la mano de mi familia, luego por mi cuenta en el coro de la iglesia. A los 7 años tomé la comunión por propia iniciativa y convicción, la misma que se me revelaría al poco tiempo. Apasionado por las historias del Antiguo Testamento que aprendí en el catecismo, me acerque a la Biblia, mozalbete e inexperto, la tomé sólo como un gusto literario, e indagando como cualquiera comencé a desechar muchas filosofías de la doctrina cristiana. Así se me pasó la infancia, dudando y sospechando entre sus páginas. Sin quererlo ni saberlo me fui convirtiendo en unitario.También, fui guardando muchas cosas en la cabeza y fue así cómo en un libro de historia de la escuela tropecé con un pequeño apartado sobre el Islam, sólo una foto del Kaaba de la Meca y los cinco pilares; tenía 10 años.





 





Dos años después, en el 99, en urgente necesidad de una fotocopia, me dirigí a una papelería atrás de mi casa. Lo primero que llamó mi atención fue la misma imagen de la Mezquita Sagrada en un cartel pegado en una ventana. Esperé a que fuera mi turno, y al interactuar con los que atendían les hice un comentario sobre dicho cartel: se miraron un instante y se volvieron a mí cuestionándome sorprendidos si es que lo conocía y si sabía lo que significaba. Asentí y les expliqué que era el punto hacia donde los musulmanes dirigían sus oraciones y lo que recordaba de los pilares. Pronto se identificaron como musulmanes y, en cuanto se fueron los otros clientes, entramos a la sala de su casa. Allí me comenzaron a hablar sobre el Corán, el Profeta Mohammad y la Unicidad de Dios. No recuerdo que hubiéramos hecho comentario alguno sobre Jesús o la Iglesia. A los pocos minutos el más joven y de mayor conocimiento, Carlos “Isa”, tuvo que retirarse, y su hermano, Rubén “Hamza”, siguió charlando conmigo. Lógicamente, el Islam era para lo que me estaba preparando, era lo que más se amoldaba a lo que pensaba. Mi consecuente reacción fue querer ser musulmán y así se lo dije a Rubén. Él se quedó pasmado, tenía apenas una semana de haberse convertido. Nervioso y sorprendido por no saber qué hacer ante mi petición, me pidió que regresara después, cuando volviera Carlos. Nos despedimos con el saludo de la paz.





 





Yo estaba completamente revolucionado con este nuevo descubrimiento y llegué a casa con ganas de explotarlo. Así fue como un tío me sentenció la visión occidental del Islam: “Unos bárbaros que cortan manos, que matan niños, que lapidan mujeres, que se inmolan matando inocentes; unos extremistas que lo único que saben es hacerse la guerra y estar rezando”. Asustado por esta respuesta, no volví aquella noche a la papelería, pero me quedé con la duda, la misma que me hizo regresar al cabo de un tiempo. Conocí más acerca del Islam, pasaba mis tardes acercándome más al conocimiento y la religión con Carlos, Rubén, Edgar “Bilal” y la compañía de otros hermanos.





 





A mi padre no le gustaba que me relacionara con ellos e intentó influenciarme hacia el cristianismo de nuevo, pero ya era tarde. Recuerdo aquella miniserie de Franco Sefirelli sobre Jesús, que en México pasaban en semana santa. Era todo un ritual desde que era pequeño verlo con mi padre por las noches. En una noche en la que intentaba convencerme de su veracidad, lo cuestioné sobre la divinidad del protagonista. Fue un momento bochornoso, el cual culminó mi abuela juzgándome como “hereje”. Lo bueno fue que su hoguera consistió sólo en dejarme de hablar unos días. Para no mentir a mi padre no atestigüe ni me decía musulmán. Hasta que tres años después, una noche que regresaba del instituto de secundaria, me encontré con los hermanos y me conminaron a hacerlo, a lo cual accedí.





 





Y el tiempo fue corriendo. A los 16 años entré a la preparatoria en la tarde y me resultaba imposible ir siquiera el viernes a la mezquita. Carlos desde antes había partido a la Universidad Islámica de Medina. Edgar dejó su negocio, se fue a otra ciudad; y Rubén tomó su mochila para irse a la aventura. Así, yo también me alejé, decepcionado por el trasfondo político del ser humano que llegó hasta la mezquita, aunado a las ganas de conocer el otro lado del mundo, sus vicios y sus rincones.





 





Me perdí del Islam por unos años, sin dejar de creer en lo absoluto, aunque de vez en cuando regresaba con los hermanos. Y fue que en una de esas ocasiones cuando Carlos me habló de la posibilidad de estudiar en la Universidad Islámica de Medina, con la sola condición de terminar el bachillerato. A mi familia nunca le dije que tomé el Islam, aunque es evidente que lo sabían. Así que, 2 años retrasado, la acabé y terminé estudiando aquí en Medina.





 





Uno nunca sabe cómo una situación en la vida te lleva a otra más grande y te cambia la vida. Sin dudas y sin pasos de costado tomas caminos en los que flaqueamos a la mitad o los dejamos. Pero la oportunidad del conocimiento es única, y si se deja sin siquiera lo básico no valdría la pena el esfuerzo de todos los que nos apoyan para llegar. Por eso, quienes hemos sido guiados por Al-lah hasta aquí, nos abrazamos a Él y no deseamos abandonarlo.



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