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Cuando dejé el ejército comencé a escribir por la necesidad de expresar mis pensamientos como una forma de ponerlos en orden. Escribí sobre vendata, taoísmo y budismo zen, pero también sobre algunos escritores occidentales (incluyendo a Leo Myers) que habían sido influenciados por dichas doctrinas. A través de un encuentro casual con el poeta T. S. Eliot, que para la época era jefe de una empresa editorial, estos ensayos fueron publicados bajo el título de “La Veta Más Rica,” una cita tomada de Thoreau: ‘Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano para cavar madriguera, como lo son para algunas criaturas sus hocicos o patas delanteras, y con ella cavaré mi camino a través de estas colinas. Creo que la veta más rica está por aquí…” Pero por el momento tenía una nueva guía a través de las colinas. Había descubierto a René Guenón, un francés que había pasado gran parte de su vida en El Cairo como el Sheij Abdul Wahed.





Guenón socavó y luego, con un rigor intelectual inflexible, demolió todos los supuestos que son dados por sentados por el hombre moderno, por no decir el hombre occidental u occidentalizado. Muchos otros han criticado la dirección que ha tomado la civilización europea desde el llamado “Renacimiento,” pero ninguno se había atrevido a ser tan radical como él para reafirmar con tanta fuerza los principios y valores que la cultura occidental ha confinado al basurero de la historia. Este tema fue la “tradición primordial” o perennis Sofía, expresada —según él— tanto en las mitologías antiguas como en la doctrina metafísica en la raíz de las grandes religiones. El lenguaje de esta Tradición fue el lenguaje del simbolismo, y él no tuvo igual en la interpretación de este simbolismo. Por otra parte, puso de cabeza la idea del progreso humano, remplazándola con la creencia casi universal antes de la era moderna, de que la humanidad declina en la excelencia espiritual con el paso del tiempo y que ahora estamos en el Oscurantismo que precede al Final, una era en la que todas las posibilidades rechazadas por las culturas anteriores han sido arrojadas al mundo, remplazando la calidad por cantidad, y la decadencia se acerca a su límite final. Nadie que lo lea y comprenda podría jamás ser el mismo de nuevo.





Como otros cuyas perspectivas han sido transformadas al leer a Guenón, me convertí en un extraño en el mundo del siglo XX. Él había sido llevado por la lógica de sus convicciones a aceptar el Islam, la revelación final, y por así decirlo, el resumen de todo lo que había venido antes. Yo no estaba preparado para ello, pero pronto aprendí a ocultar mis opiniones o al menos velarlas. Nadie puede vivir feliz en constante desacuerdo con sus hermanos y hermanas, ni puede dedicarse a discutir con ellos porque no comparten sus supuestos básicos. El argumento y la discusión presuponen alguna base común compartida por los involucrados. Cuando no hay un terreno en común, la confusión y los malentendidos son inevitables, y si no la ira. Las creencias que son la base misma de la cultura contemporánea son defendidas de forma no menos apasionada que la fe religiosa ciega, como se puso de manifiesto durante el conflicto en torno a la novela de Salman Rushdie: ‘Los Versos Satánicos.’





De vez en cuando olvidé mi decisión de no involucrarme en discusiones estériles. Hace algunos años fui invitado a una cena diplomática en Trinidad. La joven a mi lado estaba hablando con un ministro cristiano, un inglés, sentado en frente. Yo sólo atendía a medias la conversación cuando la escuché a ella decir que no estaba segura de creer en el progreso humano. El ministro le le respondió de forma tan grosera y con tal desprecio que no pude resistir la tentación de decir: “Ella tiene razón, ¡no existe tal cosa como el progreso!” Él se volteó hacia mí con el rostro desencajado de ira, y dijo: “¡Si creyera eso cometería suicidio esta misma noche!” Ya que el suicidio es un gran pecado tanto para los cristianos como para los musulmanes, entendí por primera vez la medida en que la fe en el progreso, en un “futuro mejor” y, por ende, en la posibilidad de un paraíso en la tierra, ha remplazado la fe en Dios y en el más allá. En los escritos del sacerdote renegado Teilhard de Chardin, el cristianismo mismo es reducido a una religión del progreso. Priven al occidental moderno de esta fe y él se perderá en un desierto sin señales.





Para la época, ‘La Veta más Rica’ fue publicada, dejé Inglaterra y fui a Jamaica donde tenía un amigo de escuela que, yo sabía, me encontraría algún trabajo. Yo había sido descrito en la portada del libro como un “pensador maduro.” El adjetivo “maduro” era singularmente inadecuado: como hombre, como personalidad, yo apenas había salido de la adolescencia, y Jamaica era un ideal lugar para trabajar las fantasías adolescentes. Sólo aquellos con alguna experiencia en la vida de las indias occidentales en los años de la posguerra, podía entender los placeres y las tentaciones que se ofrecían para quienes buscaban “experimentar” y tener aventuras sexuales. Como Myers, no tenía ninguna impresión moral que me hubiera restringido. Me avergoncé cuando comencé a recibir cartas de gente que había leído mi libro y se imaginaba que yo era un anciano —con “una larga barba blanca,” como me escribió uno de ellos— lleno de sabiduría y compasión. Deseé desilusionarlos lo más rápido posible para deshacerme de la responsabilidad que estaban poniéndome. Un día un sacerdote católico llegó a la isla para quedarse con unos amigos. Él acababa de leer, según les dijo, un “libro fascinante” del alguien llamado Gai Eaton. Quedó sorprendido cuando supo que el autor se encontraba en ese momento en Jamaica y preguntó si podía conocerme. Sus amigos lo llevaron a una fiesta en la que yo iba a estar. Me lo presentaron, y al verme ante él como un joven necio, me dirigió una mirada dura y larga. Luego meneó la cabeza con asombro y dijo en voz baja: “¡Usted no pudo haber escrito ese libro!”





Él tenía razón, y enfrenté, como lo había hecho en el caso de Leo Myers y en muchas otras ocasiones desde entonces, las contradicciones extraordinarias en la naturaleza humana y, sobre todo, el abismo que a menudo separa al escritor poniendo sus ideas por escrito del mismo hombre en su vida personal. Considerando que el objetivo del Islam es alcanzar un balance perfecto entre los diferentes elementos en la personalidad para que trabajen juntos en armonía, apuntando en la misma dirección y siguiendo el mismo camino, es común encontrar en occidente personas que están completamente fuera de balance, habiendo desarrollado sólo una parte de ellos a expensas de las demás. A veces me he preguntado si escribir o hablar sobre la sabiduría no es un sustituto de alcanzarla. No es exactamente el caso de la hipocresía (aunque el dicho “¡médico, cúrate a ti mismo!” aplica) ya que esta gente es completamente sincera en lo que escribe o dice, de hecho ello quizás expresa lo mejor de ellos, pero no pueden vivirlo.





Después de dos años y medio regresé a Inglaterra por motivos familiares. Entre aquellos que me habían escrito después de leer mi libro había dos hombres muy versados en los escritos de Guenón que los habían llevado hacia el Islam...  Me reuní con ellos.  Me dijeron que yo podía lo que, obviamente, estaba buscando, no en India ni en China, sino cerca a mi casa y dentro de la tradición abrahámica. Me preguntaron si tenía intenciones de comenzar a practicar lo que predicaba y buscar un “camino espiritual.” Para ese momento, me sugirieron amablemente pero con firmeza, que pensara en incorporar a mi propia vida lo que ya sabía en teoría. Respondí cortésmente pero con evasivas, que no tenía intenciones de seguir su consejo hasta que fuera mucho mayor y ya hubiera agotado las posibilidades de la aventura mundana. Sin embargo, comencé a leer sobre el Islam con un interés creciente.





Este interés suscitó la desaprobación de mi mejor amigo quien había estado trabajando en Oriente Medio y había desarrollado un fuerte prejuicio contra el Islam. La noción de que esta dura religión tenía una dimensión espiritual le parecía absurda. Era, me aseguró, nada más que un formalismo exterior, una obediencia ciega a prohibiciones irracionales, oraciones repetitivas, fanatismo estrecho e hipocresía. Me contó historias de prácticas musulmanas que, pensó, me convencerían. Recuerdo en particular el caso que mencionó de una joven que murió dolorosamente en es hospital, quien había reunido todas sus fuerzas para ponerse en pie y mover la cama de hierro de modo que pudiera morir mirando hacia La Meca. Mi amigo enfermaba con la idea de que ella había aumentado su propio sufrimiento sólo por una “estúpida superstición.” Para mí, por el contrario, esta parecía una historia extraordinaria. Me maravillé con la fe de esta mujer, tan distante de cualquier estado mental que yo pudiera imaginar.





Mientras tanto, yo no encontraba trabajo y estaba viviendo en pobreza. Apliqué prácticamente a todo trabajo que veía anunciado, incluyendo el puesto de profesor adjunto en literatura inglesa en la Universidad de El Cairo. Pensé que esto era una tontería o algo así. Me había graduado en historia en Cambridge y no sabía nada de la literatura anterior al siglo XIX. ¿Cómo iban a considerar darle el empleo a alguien tan poco calificado? Pero lo consideraron y me contrataron. En octubre de 1950, cuando tenía 29 años de edad, me fui a El Cairo en el momento en que mi interés por el Islam se estaba arraigando.





Entre mis colegas había un musulmán inglés, Martin Lings, quien hizo su hogar en Egipto. Era amigo de Guenón, y también era amigo de los dos hombres con los que había hablado en Londres, y era diferente a todas las personas que había conocido hasta el momento. Era la encarnación viva de todo aquello que no había sido más que teorías en mi mente, y supe que había conocido finalmente a alguien de una sola pieza, alguien entero y consistente. Vivía en una casa tradicional a las afueras de la ciudad y visitarlo a él y a su esposa, como hice prácticamente todas las semanas, era salir de la ruidosa agitación de El Cairo y entrar en un refugio atemporal en el que lo interior y lo exterior no estaban separados y en donde las supuestas realidades del mundo a las que estaba acostumbrado, tenían apenas una existencia sombría





Necesitaba un refugio. Me había enamorado de Jamaica, si acaso es posible enamorarse de un lugar, y odiaba Egipto simplemente porque no era Jamaica. ¿Dónde estaban mis montañas azules, mi mar tropical, mis hermosas muchachas de las indias occidentales? ¿Cómo podía haber dejado el único lugar que había sentido como mi hogar? Pero eso no era todo, ni mucho menos. No sólo había dejado un lugar sino también una persona, una joven sin la que la vida ahora me parecía vacía y sin razón. Aprendí lo que realmente significa la palabra “obsesión,” una lección dolorosa pero útil para aquellos que tratan de entenderse a sí mismos y a los demás. Nada en mi vida anterior tenía valor alguno, la realidad era mi necesidad de la única persona que ocupaba mis pensamientos mañana y noche y que estaba siempre en mis sueños. Cuando, en el cumplimiento de mis funciones, leía poesía romántica en voz alta a mis alumnos, las lágrimas corrían por mis mejillas y ellos se decían unos a otros: “¡He aquí un inglés con corazón! Pensábamos que todos los ingleses eran fríos como el hielo.”





Estos estudiantes, en particular un pequeño grupo de cinco o seis, también eran un refugio. Odiaba a Egipto por estar a 1.300 kilómetros de donde quería estar, pero amaba a estos jóvenes egipcios. Me regocijaba en su calidez, su apertura y la confianza que depositaban en mí para que les enseñara lo que necesitaban saber, y pronto comencé a amar su fe, puesto que estos jóvenes eran buenos musulmanes. No tuve más dudas. Si alguna vez hallaba posible el comprometerme con una religión —encerrarme a mí mismo en una religión—, esta no podía ser otra sino el Islam. ¡Pero aún no! Pensaba en la oración de San Agustín: “Señor, hazme casto, pero aún no,” a sabiendas que a lo largo de los siglos otros jóvenes, pensando que tenían un océano de tiempo ante ellos, habían orado por la castidad o la piedad o una mejor forma de vida, pero con la misma reserva, y muchos habrán sido llevados por la muerte en ese mismo estado.





Si las cosas hubieran seguido así, nunca hubiera superado mis dudas. Con la intención de aceptar eventualmente el Islam, podría haber pospuesto el acto decisivo año tras año y continuar diciendo “aún no,” mientras la vejez me llegara. Pero las cosas no siguieron igual. El anhelo por Jamaica y por esa persona no disminuyó sino que creció conforme pasaron los meses, como si se alimentara a sí mismo. Me desperté una mañana dándome cuenta que lo único que me impedía regresar a la isla era la falta de dinero. Hice averiguaciones y descubrí que si viajaba en la cubierta de un barco a vapor, podía hacer el viaje por £70. Estaba seguro que podía ahorrar esa suma para el final del período universitario, y mi vida se transformó de nuevo. Sabiendo que mi fuga estaba cerca, pude incluso comenzar a disfrutar de El Cairo. Pero una pregunta demandaba ahora una repuesta firme, y la respuesta no podía ser pospuesta más tiempo. La oportunidad de ingresar al Islam probablemente no volvería a presentarse. Ante mí había una puerta abierta. Pensé que, si no la cruzaba, esa puerta se cerraría para siempre. Sin embargo, yo sabía qué clase de vida tendría en Jamaica y dudaba si tendría la fuerza de carácter para vivir como musulmán en ese entorno.





Tomé una decisión que podría, por buenas razones, parecer chocante a la mayoría de la gente, no sólo a mis amigos musulmanes. Decidí —como una autoimposición— “sembrar una semilla” en mi corazón, y aceptar el Islam con la esperanza de que la semilla germinaría un día y se convertiría en una planta saludable. No voy a ofrecer excusas por esto, y no le echaré la culpa a nadie si me acusa de falta de sinceridad y de tener falsas intenciones. Pero es posible que estén subestimando la capacidad de Dios para perdonar la debilidad humana y Su poder para hacer crecer y fructificar una planta a partir de una semilla sembrada en tierra estéril. En cualquier caso, estaba bajo una especie de compulsión y sabía lo que debía hacer. Visité a Martin Lings, le conté mi historia y le pedí que tomara mi Shahadah, en otras palabras, que aceptara mi Testimonio de Fe. Aunque reacio en un comienzo, lo hizo. Lleno de miedo pero también alegre, oré por primera vez en mi vida. Al día siguiente, ya que era Ramadán, ayuné, algo nunca hubiera imaginado que haría. Poco después les di la noticia a mis alumnos de último año y su alegría fue como un cálido abrazo. Yo había pensado que estaba cerca de ellos, pero ahora entendía que siempre había habido una barrera entre nosotros. Ahora la barrera había caído y yo era aceptado como su hermano. En las siguientes seis semanas que quedaban antes de mi partida secreta (no le había dicho a mi jefe de departamento que me iba) uno de ellos me visitó a diario para enseñarme Corán. Miré mi reflejo en el espejo. El rostro era el mismo, pero detrás había una persona distinta. ¡Yo era musulmán! Aún en estado de asombro, me embarqué en Alejandría y navegué hacia un futuro incierto.





 



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